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Página del profesor Richard Nickel P.

Lectura obligatora para cuarto medio

La soledad de América Latina
[Discurso de aceptación del Premio Nobel 1982 -Texto completo]

Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonios más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.

FIN

Modernidad en Habermas para cuarto medio

Universidad de Chile

Departamento de Pregrado

Cursos de Formación General

Curso: "Lecturas de la Ciudad"

Jürgen Habermas

Capitulo: "La modernidad, un proyecto incompleto"

Extractado de: Foster, Hal (editor)

"La posmodernidad"

Editorial Kairós, México, 1988.

 

 

La modernidad, un proyecto incompleto

 

 

En la edición de 1980 de la Bienal de Venecia se admitió a los arquitectos, los cuales siguieron así a los pintores y cineastas. La nota que sonó en aquella primera bienal de arquitectura fue de decepción, y podríamos describirla diciendo que quienes exhibieron sus trabajos en Venecia formaban una vanguardia de frentes invertidos. Quiero decir que sacrificaban la tradición de modernidad a fin de hacer sitio a un nuevo historicismo. En aquella ocasión, un crítico del periódico alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung, propuso una tesis cuya importancia rebasa con mucho aquel acontecimiento en concreto para convertirse en un diagnóstico de nuestro tiempo: «La posmodernidad se presenta claramente como antimodemidad». Esta afirmación describe una corriente emocional de nuestro tiempo que ha penetrado en todas las esferas de la vida intelectual, colocando en el orden del día teorías de postilustración, posmodernidad e incluso posthistoria.

La frase «los antiguos y los modernos» nos remite a la historia. Empecemos por definir estos conceptos. El término «moderno» tiene una larga historia, que ha sido investigada por Hans Robert Jauss. La palabra «moderno» en su forma latina «modernus» se utilizó por primera vez en el siglo V a fin de distinguir el presente, que se había vuelto oficialmente cristiano, del pasado romano y pagano. El término «moderno», con un contenido diverso, expresa una y otra vez la conciencia de una época que se relaciona con el pasado, la antigüedad, a fin de considerarse a si misma como el resultado de una transición de lo antiguo a lo nuevo.

Algunos escritores limitan este concepto de «modernidad» al Renacimiento, pero esto, históricamente, es demasiado reducido. La gente se consideraba moderna tanto durante el período de Carlos el Grande, en el siglo XII, como en Francia a fines del siglo XVII, en la época de la famosa «querella de los antiguos y los modernos». Es decir, que el término «moderno» apareció y reapareció en Europa exactamente en aquellos períodos en los que se formó la conciencia de una nueva época a través de una relación renovada con los antiguos y, además, siempre que la antigüedad se consideraba como un modelo a recuperar a través de alguna clase de imitación.

El hechizo que los clásicos del mundo antiguo proyectaron sobre el espíritu de tiempos posteriores se disolvió primero con los ideales de la Ilustración francesa. Específicamente, la idea de ser «moderno» dirigiendo la mirada hacia los antiguos cambió con la creencia, inspirada por la ciencia moderna, en el progreso infinito del conocimiento y el avance infinito hacia la mejoría social y moral. Otra forma de conciencia modernista se formó a raíz de este cambio. El modernista romántico quería oponerse a los ideales de la antigüedad clásica; buscaba una nueva época histórica y la encontró en la idealizada Edad Media. Sin embargo, esta nueva era ideal, establecida a principios del siglo XIX, no permaneció como un ideal fijo. En el curso del XIX emergió de este espíritu romántico la conciencia radicalizada de modernidad que se liberó de todos los vínculos históricos específicos. Este modernismo más reciente establece una oposición abstracta entre la tradición y el presente, y, en cierto sentido, todavía somos contemporáneos de esa clase de modernidad estética que apareció por primera vez a mediados del siglo pasado. Desde entonces, la señal distintiva de las obras que cuentan como modernas es «lo nuevo», que será superado y quedará obsoleto cuando aparezca la novedad del estilo siguiente. Pero mientras que lo que está simplemente «de moda» quedará pronto rezagado, lo moderno conserva un vinculo secreto con lo clásico. Naturalmente, todo cuanto puede sobrevivir en el tiempo siempre ha sido considerado clásico, pero lo enfáticamente moderno ya no toma prestada la fuerza de ser un clásico de la autoridad de una época pasada, sino que una obra moderna llega a ser clásica porque una vez fue auténticamente moderna. Nuestro sentido de la modernidad crea sus propios cánones de clasicismo, y en este sentido hablamos, por ejemplo, de modernidad clásica con respecto a la historia del arte moderno. La relación entre «moderno» y «clásico» ha perdido claramente una referencia histórica fija.

 

La disciplina de la modernidad estética

 

El espíritu y la disciplina de la modernidad estética asumió claros contornos en la obra de Baudelaire. Luego la modernidad se desplegó en varios movimientos de vanguardia y finalmente alcanzó su apogeo en el Café Voltaire de los dadaístas y en el surrealismo. La modernidad estética se caracteriza por actitudes que encuentran un centro común en una conciencia cambiada del tiempo. La conciencia del tiempo se expresa mediante metáforas de la vanguardia, la cual se considera como invasora de un territorio desconocido, exponiéndose a los peligros de encuentros súbitos y desconcertantes, y conquistando un futuro todavía no ocupado. La vanguardia debe encontrar una dirección en un paisaje por el que nadie parece haberse aventurado todavía.

Pero estos tanteos hacia adelante, esta anticipación de un futuro no definido y el culto de lo nuevo significan de hecho la exaltación del presente. La conciencia del tiempo nuevo, que accede a la filosofía en los escritos de Bergson, hace más que expresar la expericiencia de la movilidad en la sociedad, la aceleración en la historia, la discontinuidad en la vida cotidiana. El nuevo valor aplicado a lo transitorio, lo elusivo y lo efímero, la misma celebración del dinamismo, revela el anhelo de un presente impoluto, inmaculado y estable.

Esto explica el lenguaje bastante abstracto con el que el temperamento modernista ha hablado del «pasado». Las épocas individuales pierden sus fuerzas distintivas. La memoria histórica es sustituida por la afinidad heroica del presente con los extremos de la historia, un sentido del tiempo en el que la decadencia se reconoce de inmediato en lo bárbaro, lo salvaje y primitivo. Observamos la intención anarquista de hacer estallar la continuidad de la historia, y podemos considerarlo como la fuerza subversiva de esta nueva conciencia histórica. La modernidad se rebela contra las funciones normalizadoras de la tradición; la modernidad vive de la experiencia de rebelarse contra todo cuanto es normativo. Esta revuelta es una forma de neutralizar las pautas de la moralidad y la utilidad. La conciencia estética representa continuamente un drama dialéctico entre el secreto y el escándalo público, le fascina el horror que acompaña al acto de profanar y, no obstante, siempre huye de los resultados triviales de la profanación.

Por otro lado, la conciencia del tiempo articulada en vanguardia no es simplemente ahistórica, sino que se dirige contra lo que podría denominarse una falsa normatividad en la historia. El espíritu moderno, de vanguardia, ha tratado de usar el pasado de una forma diferente; se deshace de aquellos pasados a los que ha hecho disponibles la erudición objetivadora del historicismo, pero al mismo tiempo opone una historia neutralizada que está encerrada en el museo del historicismo.

Inspirándose en el espíritu del surrealismo, Walter Benjamin construye la relación de la modernidad con la historia en lo que podríamos llamar una actitud posthistoricista. Nos recuerda la comprensión de sí misma de la Revolución Francesa. «La Revolución citaba a la antigua Roma, de la misma manera que la moda cita un vestido antiguo. La moda tiene olfato para lo que es actual, aunque esto se mueva dentro de la espesura de lo que existió en otro tiempo». Este es el concepto que tiene Benjamín de la Jeztzeit, del presente como un momento de revelación; un tiempo en el que están enredadas las esquirlas de una presencia mesiánica. En este sentido, para Robespierre, la antigua Roma era un pasado cargado de revelaciones momentáneas.

Ahora bien, este espíritu de modernidad estética ha empezado recientemente a envejecer. Ha sido recitado una vez más en los años sesenta. Sin embargo, después de los setenta debemos admitir que este modernismo promueve hoy una respuesta mucho más débil que hace quince años. Octavio Paz, un compañero de viaje de la modernidad, observó ya a mediados de los sesenta que «la vanguardia de 1967 repite las acciones y gestos de la de 1917. Estamos experimentando el fin de la idea de arte moderno». Desde entonces la obra de Peter Bürger nos ha enseñado a hablar de arte de «posvanguardia», término elegido para indicar el fracaso de la rebelión surrealista. Pero, ¿cuál es el significado de este fracaso? ¿Señala una despedida a la modernidad? Considerándolo de un modo más-general, ¿acaso la existencia de una posvanguardia significa que hay una transición a ese fenómeno más amplio llamado posmodernidad?

De hecho, así es cómo Daniel Bell, el más brillante de los neoconservadores norteamericanos, interpreta las cosas. En su libro Las contradicciones culturales del capitalismo, Bell argumenta que la crisis de las sociedades desarrolladas de Occidente se remontan a una división entre cultura y sociedad. La cultura modernista ha llegado a penetrar los valores de la vida cotidiana; la vida del mundo está infectada por el modernismo. Debido a las fuerzas del modernismo, el principio del desarrollo y expresión ilimitados de la personalidad propia, la exigencia de una auténtica experiencia personal y el subjetivismo de una sensibilidad hiperestimulada han llegado a ser dominantes. Según Bell, este temperamento desencadena motivos hedonísticos irreconciliables con la disciplina de la vida profesional en sociedad. Además, la cultura modernista es totalmente incompatible con la base moral de una conducta racional con finalidad. De este modo, Bell aplica la carga de la responsabilidad para la disolución de la ética protestante (fenómeno que ya había preocupado a Max Weber) en la «cultura adversaria». La cultura, en su forma moderna, incita el odio contra las convenciones y virtudes de la vida cotidiana que ha llegado a racionalizarse bajo las presiones de los imperativos económicos y administrativos

Hay en este planteamiento una idea compleja que llama la atención Se nos dice, por otro lado, que el impulso de modernidad esta agotado; quien se considere vanguardista puede leer su propia sentencia de muerte. Aunque se considera a la vanguardia todavía en expansión, se supone que ya no es creativa. El modernismo es dominante pero está muerto. La pregunta que se plantean los neoconservadores es ésta: ¿cómo pueden surgir normas en la sociedad que limiten el libertinaje, restablezcan la ética de la disciplina y el trabajo? ¿Qué nuevas normas constituirán un freno de la nivelación producida por el estado de bienestar social de modo que las virtudes de la competencia individual para el éxito puedan dominar de nuevo? Bell ve un renacimiento religioso como la única solución. La fe religiosa unida a la fe en la tradición proporcionará individuos con identidades claramente definidas y seguridad existencial.

 

Modernidad cultural y modernización de la sociedad

 

Desde luego, no es posible hacer aparecer por arte de magia las creencias compulsivas que imponen autoridad. En consecuencia, los análisis como el de Bell sólo abocan a una actitud que se está extendiendo en Alemania tanto como en Estados Unidos: en enfrentamiento intelectual y político con los portadores de la modernidad cultural. Citaré a Peter Steinfels, un observador del nuevo estilo que los neoconservadores han impuesto en la escena intelectual en los años setenta:

 

La lucha toma la forma de exponer toda manifestación de lo que podría considerarse una mentalidad oposicionista y descubrir su «lógica» para vincularla a las diversas formas de extremismo: trazar la conexión entre modernismo y nihilismo... entre regulación gubernamental y totalitarismo, entre critica de los gastos en armamento y subordinación al comunismo, entre la liberación femenina y los derechos de los homosexuales y la destrucción de la familia... entre la izquierda en general y el terrorismo, antisemitismo y fascismo...

 

El enfoque ad hominem y la amargura de estas acusaciones intelectuales han sido también voceadas ruidosamente en Alemania. No deberían explicarse tanto de acuerdo con la psicología de los escritores neoconservadores, sino qué más bien están enraizados en la debilidad analítica de la misma doctrina conservadora.

El neoconservadurismo dirige hacia el modernismo cultural las incómodas cargas de una modernización capitalista con más o menos éxito de la economía y la sociedad. La doctrina neoconservadora difumina la relación entre el grato proceso de la modernización social, por un lado, y el lamentado desarrollo cultural por el otro. Los neoconservadores no revelan las causas económicas y sociales de las actitudes alteradas hacia el trabajo, el consumo, el éxito y el ocio. En consecuencia, atribuyen el hedonismo, la falta de identificación social, la falta de obediencia, el narcisismo, la retirada de la posición social y la competencia por el éxito, al dominio de la «cultura». Pero, de hecho, la cultura interviene en la creación de todos estos problemas de una manera muy indirecta y mediadora.

Según la opinión neoconservadora, aquellos intelectuales que todavía se sienten comprometidos con el proyecto de modernidad aparecen como los sustitutos de esas causas no analizadas. El estado de ánimo que hoy alimenta el neoconservadurismo no se origina en modo alguno en el descontento por las consecuencias antinómicas de una cultura que sale de los museos y penetra en la corriente de la vida ordinaria. Este descontento no ha sido ocasionado por los intelectuales modernistas, sino que arraiga en profundas reacciones contra el proceso de modernización de la sociedad. Bajo las presiones de la dinámica del crecimiento económico y los éxitos organizativos del estado, esta modernización social penetra cada vez más profundamente en las formas anteriores de la existencia humana. Podríamos describir esta subordinación de los diversos ámbitos de la vida bajo los imperativos del sistema como algo que perturba la infraestructura comunicativa de la vida cotidiana.

Así, por ejemplo, las protestas neopopulistas sólo expresan con agudeza un temor extendido acerca de la destrucción del medio urbano y natural y de formas de sociabilidad humana. Hay cierta ironía en estas protestas bajo el punto de vista neoconservador. Las tareas de transmitir una tradición cultural, de la integración social y de la socialización requieren la adhesión a lo que denomino racionalidad comunicativa. Pero las ocasiones de protesta y descontento se originan precisamente cuando las esferas de la acción comunicativa, centradas en la reproducción y transmisión de valores y normas, están penetradas por una forma de modernización guiada por normas de nacionalidad económica y administrativa... en otras palabras, por normas de racionalización completamente distintas de las de la racionalidad comunicativa de las que dependen aquellas esferas. Pero las doctrinas neoconservadoras, precisamente, desvían nuestra atención de tales procesos sociales: proyectan las causas, que no sacan a la luz, en el plano de una cultura subversiva y sus abogados.

Sin duda la modernidad cultural genera también sus propias aporías. Con independencia de las consecuencias de la modernización social y dentro de la perspectiva del mismo desarrollo cultural, se originan motivos para dudar del proyecto de modernidad. Tras haber tratado de una débil clase de critica de la modernidad —la del neoconservadurismo— me ocuparé ahora de la modernidad y sus descontentos en un dominio diferente que afecta a esas aporías de la modernidad cultural, problemas que con frecuencia sólo sirven como pretexto de posiciones que o bien claman por una posmodernidad, o bien recomiendan el regreso a alguna forma de premodernidad, o arrojan radicalmente por la borda a la modernidad.

 

El proyecto de la Ilustración

 

La idea de modernidad va unida íntimamente al desarrollo del arte europeo, pero lo que denomino «el proyecto de modernidad» tan sólo se perfila cuando prescindimos de la habitual concentración en el arte. Iniciaré un análisis diferente recordando una idea de Max Weber, el cual caracterizaba la modernidad cultural como la separación de la razón sustantiva expresada por la religión y la metafísica en tres esferas autónomas que son la ciencia, la moralidad y el arte, que llegan a diferenciarse porque las visiones del mundo unificadas de la religión y la metafísica se separan. Desde el siglo XVIII, los problemas heredados de estas visiones del mundo más antiguas podían organizarse para que quedasen bajo aspectos específicos de validez: verdad, rectitud normativa, autenticidad y belleza. Entonces podían tratarse como cuestiones de conocimiento, de justicia y moralidad, o de gusto. El discurso científico, las teorías de la moralidad, la jurisprudencia y la producción y crítica de arte podían, a su vez, institucionalizarse. Cada dominio de la cultura se podía hacer corresponder con profesiones culturales, dentro de las cuales los problemas se tratarían como preocupaciones de expertos especiales. Este tratamiento profesionalizado de la tradición cultural pone en primer plano las dimensiones intrínsecas de cada una de las tres dimensiones de la cultura. Aparecen las estructuras de la racionalidad cognoscitiva-instrumental, moral-práctica y estética-expresiva, cada una de éstas bajo el control de especialistas que parecen más dotados de lógica en estos aspectos concretos que otras personas. El resultado es que aumenta la distancia entre la cultura de los expertos y la del público en general. Lo que acrecienta la cultura a través del tratamiento especializado y la reflexión no se convierte inmediata y necesariamente en la propiedad de la praxis cotidiana. Con una racionalización cultural de esta clase aumenta la amenaza de que el común de las gentes, cuya sustancia ya ha sido devaluada se empobrezca más y más.

El proyecto de modernidad formulado en el siglo XVIII por los filósofos de la Ilustración consistió en sus esfuerzos para desarrollar una ciencia objetiva, una moralidad y leyes universales y un arte autónomo acorde con su lógica interna. Al mismo tiempo, este proyecto pretendía liberar los potenciales cognoscitivos de cada uno de estos dominios de sus formas esotéricas. Los filósofos de la Ilustración querían utilizar esta acumulación de cultura especializada para el enriquecimiento de la vida cotidiana, es decir, para la organización racional de la vida social cotidiana.

Los pensadores de la Ilustración con la mentalidad de un Condorcet aún tenían la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y del yo, el progreso moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de los seres humanos. El siglo XX ha demolido este optimismo. La diferenciación de la ciencia, la moralidad y el arte ha llegado a significar la autonomía de los segmentos tratados por el especialista y su separación de la hermenéutica de la comunicación cotidiana. Esta división es el problema que ha dado origen a los esfuerzos para «negar» la cultura de los expertos. Pero el problema subsiste: ¿habríamos de tratar de asirnos a las intenciones de la Ilustración, por débiles que sean, o deberíamos declarar a todo el proyecto de la modernidad como una causa perdida? Ahora quiero volver al problema de la cultura artística, tras haber explicado por qué, históricamente, la modernidad estética es sólo parte de una modernidad cultural en general.

 

Los falsos programas de la negación de la cultura

 

Simplificando mucho, diría que en la historia del arte moderno es posible detectar una tendencia hacia una autonomía cada vez mayor en la definición y la práctica del arte. La categoría de «belleza» y el dominio de los objetos bellos se constituyeron inicialmente en el Renacimiento. En el curso del siglo XVIII, la literatura, las bellas artes y la música se institucionalizaron como actividades independientes de la vida religiosa y cortesana. Finalmente, hacia mediados del siglo XIX, emergió una concepción esteticista del arte que alentó al artista a producir su obra de acuerdo con la clara conciencia del arte por el arte. La autonomía de la esfera estética podía entonces convertirse en un proyecto deliberado: el artista de talento podía prestar auténtica expresión a aquellas experiencias que tenía al encontrar su propia subjetividad descentrada, separada de las obligaciones de la cognición rutinaria y la acción cotidiana.

A mediados del siglo XIX, en la pintura y la literatura, se inició un movimiento que Octavio Paz encuentra ya compendiado en la crítica de arte de Baudelaire. Color, líneas, sonidos y movimiento dejaron de servir primariamente a la causa de la representación; los medios de expresión y las técnicas de producción se convirtieron en el objeto estético. En consecuencia, Theodor W. Adorno pudo dar comienzo a su Teoría Estética con la siguiente frase: «Ahora se da por sentado que nada que concierna al arte puede seguir dándose por sentado: ni el mismo arte, ni el arte en su relación con la totalidad, ni siquiera el derecho del arte a existir». Y esto es lo que el surrealismo había negado: das Existenzrecht der Kunst als Kunst. Desde luego, el surrealismo no habría cuestionado el derecho del arte a existir si el arte moderno ya no hubiera presentado una promesa de felicidad relativa a su propia relación «con el conjunto» de la vida. Para Schiller, esta promesa la hacía la intuición estética, pero no la cumplía. Las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Schiller nos hablan de una utopía que va más allá del mismo arte. Pero en la época de Baudelaire, quien repitió esta promesse de bonheur a través del arte, la utopía de reconciliación se ha agriado. Ha tomado forma una relación de contrarios. El arte se ha convertido en un espejo crítico que muestra la naturaleza irreconciliable de los mundos estéticos y sociales. Esta transformación modernista se realizó tanto más dolorosamente cuanto más se alienaba el arte de la vida y se retiraba en la intocabilidad de la autonomía completa. A partir de esas corrientes emocionales se reunieron al fin aquellas energías explosivas que abocaron al intento surrealista de hacer estallar la esfera autárquica del arte y forzar una reconciliación del arte y la vida.

Pero todos esos intentos de nivelar el arte y la vida, la ficción y la praxis, apariencia y realidad en un plano; los intentos de eliminar la distinción entre artefacto y objeto de uso, entre representación consciente y excitación espontánea; los intentos de declarar que todo es arte y que todo el mundo es artista, retraer todos los criterios e igualar el juicio estético con la expresión de las experiencias subjetivas... todas estas empresas se han revelado como experimentos sin sentido. Estos experimentos han servido para revivir e iluminar con más intensidad precisamente aquellas estructuras del arte que se proponían disolver. Dieron una nueva legitimidad, como fines en sí mismas, a la apariencia como el medio de la ficción, a la trascendencia de la obra de arte sobre la sociedad, al carácter concentrado y planeado de la producción artística, así como a la condición cognoscitiva especial de los juicios sobre el gusto. El intento radical de negar el arte ha terminado irónicamente por ceder, debido exactamente .a esas categorías a través de las cuales la estética de la Ilustración ha circunscrito el dominio de su objeto. Los surrealistas libraron la guerra más extrema, pero dos errores en concreto destruyeron aquella revuelta. Primero, cuando se rompen los recipientes de una esfera cultural desarrollada de manera autónoma, el contenido se dispersa. Nada queda de un significado desublimado o una forma desestructurada; no se sigue un efecto emancipador.

Su segundo error tuvo consecuencias más importantes, en la comunicación cotidiana, los significados cognoscitivos, las expectativas morales, las expresiones subjetivas y las evaluaciones deben relacionarse entre sí. Los procesos de comunicación necesitan una tradición cultural que cubra todas las esferas, cognoscitiva, moral-práctica y expresiva. En consecuencia, una vida cotidiana racionalizada difícilmente podría salvarse del empobrecimiento cultural mediante la apertura de una sola esfera cultural —el arte— proporcionando así acceso a uno sólo de los complejos de conocimiento especializados. La revuelta surrealista sólo habría sustituido a una abstracción.

En las esferas del conocimiento teorético y la moralidad, existen paralelos a este intento fallido de lo que podríamos llamar la falsa negación de la cultura, sólo que son menos pronunciados. Desde los tiempos de los Jóvenes Hegelianos, se ha hablado de la negación de la filosofía. Desde Marx, la cuestión de la relación entre teoría y práctica ha quedado planteada. Sin embargo, los intelectuales marxistas formaron un movimiento social; y sólo en sus periferias hubo intentos sectarios de llevar a cabo un programa de negación de la filosofía similar al programa surrealista para negar el arte. Un paralelo con los errores surrealistas se hace visible en estos programas cuando uno observa las consecuencias del dogmatismo y el rigorismo moral.

Una praxis cotidiana reificada sólo puede remediarse creando una libre interacción de lo cognoscitivo con los elementos morales-prácticos y estético-expresivos. La reificación no puede superarse obligando a sólo una de esas esferas culturales altamente estilizadas a abrirse y hacerse más accesibles. Vemos, en cambio, que bajo ciertas circunstancias, emerge una relación entre las actividades terroristas y la extensión excesiva de cualquiera de estas esferas en otros dominios: serían ejemplos de ello las tendencias a estetizar la política, sustituirla por el rigorismo moral o someterlo al dogmatismo de una doctrina. Sin embargo, estos fenómenos no deberían llevarnos a denunciar las intenciones de la tradición de la Ilustración superviviente como intenciones enraizadas en una «razón terrorista». Quienes meten en el mismo saco el proyecto de modernidad con el estado de conciencia y la acción espectacular del terrorista individual no son menos cortos de vista que quienes afirman que el incomparablemente más persistente y extenso terror burocrático practicado en la oscuridad, en los sótanos de la policía militar y secreta, y en los campamentos e instituciones, es la raison d’etre del estado moderno, sólo porque esta clase de terror administrativo hace uso de los medios coercitivos de la modernas burocracias.

 

Alternativas

 

Creo que en vez de abandonar la modernidad y su proyecto como una causa perdida, deberíamos aprender de los errores de esos programas extravagantes que han tratado de negar la modernidad. Tal vez los tipos de recepción del arte puedan ofrecer un ejemplo que al menos indica la dirección de una salida.

El arte burgués tuvo, a la vez, dos expectativas por parte de sus públicos. Por un lado, el lego que gozaba del arte debía educarse para llegar a ser un experto. Por otro lado, debía también comportarse como un consumidor competente que utiliza el arte y relaciona las experiencias estéticas con los problemas de su propia vida. Ésta segunda, y al parecer inocua, manera de experimentar el arte ha perdido sois implicaciones radicales exactamente porque tenía una relación confusa con la actitud de ser experto y profesional.

Con seguridad, la producción artística se secaría si no se llevase a cabo en forma de un tratamiento especializado de problemas autónomos y si cesara de ser la preocupación de expertos que no prestan demasiada atención a las cuestiones exotéricas. Por ello los artistas y los críticos aceptan el hecho de que tales problemas caen bajo el hechizo de lo que antes llamé la «lógica interna» de un dominio cultural. Pero esta aguda delineación, esta concentración exclusiva en un solo aspecto de validez y la exclusión de aspectos de verdad y justicia, se quiebra tan pronto como la experiencia estética se lleva a la historia de la vida individual y queda absorbida por la vida ordinaria. La recepción del arte por parte del lego, o por el «experto cotidiano», va en una dirección bastante diferente que la recepción del arte por parte del crítico profesional.

Albrecht Wellmer me ha llamado la atención hacia la manera en que una experiencia estética que no se enmarca alrededor de los juicios críticos de los expertos del gusto puede tener alterada su significación: en cuanto tal experiencia se utiliza para iluminar una situación de historia de la vida y se relaciona con problemas vitales, penetra en un juego de lenguaje que ya no es el de la crítica estética. Entonces la experiencia estética no sólo renueva la interpretación de nuestras necesidades a cuya luz percibimos el mundo. Impregna también nuestras significaciones cognoscitivas y nuestras expectativas normativas y cambia la manera en que todos estos momentos se refieren unos a otros. Pondré un ejemplo de este proceso.

Esta manera de recibir y relacionar el arte se sugiere en el primer volumen de la obra Las estéticas de resistencia del escritor germano-sueco Peter Weiss, el cual describe el proceso de reapropiación del arte presentando un grupo de trabajadores políticamente motivados, hambrientos de conocimiento, en Berlín, en 1937. Se trataba de jóvenes que, mediante su educación en una escuela nocturna, adquirieron los medios intelectuales para sondear la historia general y social del arte europeo. A partir del resistente edificio de esta mente objetiva, encarnado en obras de arte que veían una y otra vez en los museos de Berlín, empezaron a extraer sus propios fragmentos de piedra que reunieron en el contexto de su propio medio, el cual estaba muy alejado del de la educación tradicional así como del régimen entonces existente. Estos jóvenes trabajadores iban y venían entre el edificio del arte europeo y su propio medio, hasta que fueron capaces de iluminar ambos.

En ejemplos como éste, que ilustran la reapropiación de la cultura de los expertos desde el punto de vista del común de las gentes, podemos discernir un elemento que hace justicia a las intenciones de las desesperadas rebeliones surrealistas, quizá incluso más que los intereses de Brecht y Benjamín acerca de cómo funciona el arte, los cuales, aunque han perdido su aura, aún podrían ser recibidos de maneras iluminadoras. En suma, el proyecto de modernidad todavía no se ha completado, y la recepción del arte es sólo uno de al menos tres de sus aspectos. El proyecto apunta a una nueva vinculación diferenciada de la cultura moderna con una praxis cotidiana que todavía depende de herencias vitales, pero que se empobrecería a través del mero tradicionalismo. Sin embargo, esta nueva conexión sólo puede establecerse bajo la condición de que la modernización social será también guiada en una dirección diferente. La gente ha de llegar a ser capaz a desarrollar instituciones propias que pongan límites a la dinámica interna y los imperativos de un sistema económico casi autónomo y sus complementos administrativos.

Si no me equivoco, hoy las oportunidades de lograr esto no son muy buenas. Más o menos en todo el mundo occidental se ha producido un clima que refuerza los procesos de modernización capitalista así como las tendencias críticas del modernismo cultural. La desilusión por los mismos fracasos de esos programas que pedían la negación del arte y la filosofía ha llegado a servir como pretexto de las posiciones conservadoras.

Los «jóvenes conservadores» recapitulan la experiencia básica de la modernidad estética. Afirman como propias las revelaciones de una subjetividad descentralizada, emancipada de los imperativos del trabajo y la utilidad, y con esta experiencia salen del mundo moderno. Sobre la base de las actitudes modernistas justifican un antimodemismo irreconciliable. Relegan a la esfera de lo lejano y lo arcaico los poderes espontáneos de la imaginación, la propia experiencia y la emoción. De manera maniquea, yuxtaponen a la razón instrumental un principio sólo accesible a través de la evocación, ya sea la fuerza de voluntad o la soberanía, el Ser o la fuerza dionisiaca de lo poético. En Francia esta línea conduce de Georges, a través de Michel Foucault, a Jacques Derrida.

Los «viejos conservadores» no se permiten la contaminación del modernismo cultural. Observan con tristeza el declive de la razón sustantiva, la diferenciación de la ciencia, la moralidad y el arte, la visión del mundo entero y su racionalidad meramente procesal y recomiendan una retirada a una posición anterior a la modernidad. El neoaristotelismo, en particular, disfruta hoy de cierto éxito. Ante la problemática de la ecología, se permite pedir una ética cosmológica. (Como pertenecientes a esta escuela, que se origina en Leo Strauss, podemos citar las interesantes obras de Hans Jonas y Robert Spaemann).

Finalmente, los neoconservadores acogen con beneplácito el desarrollo de la ciencia moderna, siempre que ésta no rebase su esfera, la de llevar adelante el progreso técnico, el crecimiento capitalista y la administración racional. Además, recomiendan una política orientada a quitar la espoleta al contenido explosivo de la modernidad cultural. Según una tesis, la ciencia, cuando se la comprende como es debido queda irrevocablemente exenta de sentido para la orientación de las masas. Otra tesis es que la política debe mantenerse lo más alejada posible de las exigencias de justificación moral-práctica. Y una tercera tesis afirma la pura inmanencia del arte, pone en tela de juicio que tenga un contenido utópico y señala su carácter ilusorio a fin de limitar a la intimidad la experiencia estética. (Aquí podríamos mencionar al primer Wittgenstein, el Carl Schmitt del periodo medio y el Gottfried Benn del último período). Pero con el decisivo confinamiento de la ciencia, la moralidad y el arte a esferas autónomas separadas del común de las gentes y administradas por expertos, lo que queda del proyecto de modernidad cultural es sólo lo que tendríamos si abandonáramos del todo el proyecto de modernidad. Como sustitución uno señala tradiciones que, sin embargo, se consideran inmunes a las exigencias de justificación (normativa) y validación.

Naturalmente, esta tipología, como cualquier otra, es una simplificación, pero puede que no sea del todo inútil para el análisis de las confrontaciones intelectuales y políticas contemporáneas. Me temo que las ideas de antimodernidad, junto con un toque adicional de premodernidad, se están popularizando en los círculos de la cultura alternativa. Cuando uno observa las transformaciones de la conciencia dentro de los partidos políticos en Alemania, resulta visible un nuevo cambio ideológico (Tendenzwende). Y ésta es la alianza de posmodemistas con premodemistas. Me parece que no hay ningún partido concreto que monopolice el ultraje a los intelectuales y la posición del neoconservadurismo. En consecuencia, tengo buenas razones para agradecer el espíritu liberal con el que la ciudad de Frankfurt me ofrece un premio que lleva el nombre de Theodor Adorno, uno de los hijos más significativos de esta ciudad, que como filósofo y escritor ha caracterizado la imagen del intelectual en nuestro país de una manera incomparable, y, aún más, se ha convertido en la misma imagen de la emulación para el intelectual.

tercer año medio Psicologia

 

Jorge Luis Borges (El libro de arena - 1975)

El libro de arena

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

-Vendo biblias -me dijo.

No sin pedantería le contesté:

-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

-Será del siglo diecinueve -observé.

-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.

En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

-No -me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

-Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

-Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

-¿Usted es religioso, sin duda?

-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

-Y de Robbie Burns -corrigió.

Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

-A black letter Wiclif! -murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

-Trato hecho -me dijo.

Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.

Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

 

 

PSICOLOGIA TERCER AÑO MEDIO

  

  

La Personalidad, diferencias entre los individuos

Introducción.

A menudo la gente habla de
A menudo la gente habla de la personalidad como si se tratara de un producto, como una corbata de colores brillantes que le diera vida a un taje viejo. No solo eso, algunas veces hablamos como si la personalidad consistiera en rasgos atractivos y admirables: Efecto, encanto, honestidad. Pero no vemos que la personalidad es algo mucho más complejo de lo que indica el uso ordinario del término, e incluye tantos rasgos positivos como negativos.

Resulta fácil hablar de aspectos o rasgos de la personalidad sin definir el término en si. Y lo hacemos con frecuencia: No confió en ese hombre. No es honesto, o, podemos decir: Quiero a Ana. Tiene buen corazón. Pero es difícil elaborar una definición amplia de lo que es personalidad. Un concepto actual que podemos utilizar es: Patrón de sentimientos y pensamientos ligados al comportamiento que persiste a lo largo del tiempo y de las situaciones. La anterior es una definición bastante larga, pero es la que advierte dos cosas importantes, Primero: Que la personalidad se refiere a aquellos aspectos que distinguen a un individuo de cualquier otro, y en este sentido la personalidad es característica de una persona. El segundo aspecto es: Que la personalidad persiste a través del tiempo y de las situaciones.Los estudiosos de la

psicología siempre ah tratado de comprender las diferentes personalidades. Pero no fue sino hasta hace un siglo que los científicos comenzaron a realizar observaciones científicas sistemáticas y a sacar conclusiones de ellas.

Algunos teóricos ponen énfasis en las experiencias de la primera infancia, otros en la herencia, y otros atribuyen el papel fundamental al medio ambiente.Hay quienes analizan únicamente como se comportan las personas congruentes en distintas situaciones y momentos y les restan importancia al

concepto de una personalidad única y consiente.

Pero debemos tener claro que la personalidad es algo único de cada individuo, y es lo que nos caracteriza como entes independientes y diferentes.

Personalidad:

La personalidad no es mas que el patrón de pensamientos, sentimientos y conducta de presenta una persona y que persiste a lo largo de toda su vida, a través de diferentes situaciones.

Hasta hoy, Sigmund Freud, es el mas influyente teórico de la personalidad, este abrió una nueva dirección para estudiar el comportamiento humano.Según

Freud, el fundamento de la conducta humana se ha de buscar en varios instintos inconscientes, llamados también impulsos, y distinguió dos de ellos, los instintos cocientes y los instintos inconscientes., llamados también, instintos de la vida e instintos de la muerte.Los instintos de la vida y los de la muerte forman parte de lo que él llamó ELLO, o ID. Y el yo, o ego.

Los instintos de la vida:

En la teoría de freudiana de la personalidad, todos los instintos que intervienen en la supervivencia del individuo y de la especie, entre ellos el hambre, la auto preservación y el sexo.Los instintos de

muerte:En la teoría freudiana, es el grupo de instintos que produce agresividad, destrucción y muerte.

El ELLO:

Es la serie de impulsos y deseos inconscientes que sin cesar buscan expresión.

El yo, o el ego:

Es parte de la personalidad que media entre las exigencias del ambiente (realidad), la conciencia (superyo) y las necesidades instintivas (ello), en la actualidad se utiliza a menudo como sinónimo del ego.

Teorías humanísticas de la personalidad.

Ya vimos como Freud, pensaba que la personalidad era el resultado de la resolución de los consientes y de los inconscientes de las personas, además de las crisis del desarrollo. Muchos de sus seguidores modificaron sus teorías, uno de ellos fue, Alfred Adler, quien apreciaba una perspectiva muy distinta de la naturaleza humana de la que tenia Freud.Adler, escribió sobre las fuerzas que contribuyen a estimular un crecimiento positivo y a motivar el perfeccionamiento personal. Es por eso que en ocasiones se considera a Adler como el primer teórico humanista de la personalidad.

La teoría humanista de la personalidad, hace hincapié en el hecho de que los humanos están motivados positivamente y progresan hacia niveles mas elevados de funcionamiento.

Dice que la existencia humana es algo más que luchar por conflictos internos y crisis existenciales.Cualquier teoría de la personalidad que subraye la bondad fundamental de las personas y su lucha por alcanzar niveles mas elevados de conociendo y funcionamiento entra dentro del

grupo de teoría humanística de la personalidad.Otra teoría, es la de la tendencia a la auto realización, según Rogers, el impulso del ser humano a realizar sus auto conceptos o las imágenes que se ha formado de si mismo es importante y promueve el desarrollo de la personalidad.

También, decía que el impulso de todo organismo a realizar su potencial biológico y a convertirse en aquello que intrínsecamente puede llegar a ser. (Teoría de la realización).

 

Rasgos de la personalidad.

No son más que las disposiciones persistentes e internas que hacen que el individuo piense, sienta y actué, de manera característica.

Teoría de los rasgos.

Los teóricos de los rasgos rechazan la idea sobre la existencia de unos cuantos tipos muy definidos de personalidad. Señalan que la gente difiere en varias características o rasgos, tales como, dependencia, ansiedad, agresividad y sociabilidad. Todos poseemos estos rasgos pero unos en mayor o menor grado que otros.

Desde luego es imposible observar los rasgos directamente, no podemos ver la sociabilidad del mismo modo que vemos el cabello largo de una persona, pero si esa persona asiste constantemente a fiestas y a diferentes actividades, podemos concluir con que esa persona posee el rasgo de la sociabilidad.

Los rasgos pueden calificarse en cardinales, centrales y secundarios.

Rasgos cardinales:

Son relativamente poco frecuentes, son tan generales que influyen en todos los actos de una persona. Un ejemplo de ello podría ser una persona tan egoísta que prácticamente todos sus gestos lo revelan.

Rasgos Centrales:

Son más comunes, y aunque no siempre, a menudo son observables en el comportamiento. Ejemplo, una persona agresiva tal ves no manifieste este rasgo en todas las situaciones.

Rasgos secundarios:

Son atributos que no constituyen una parte vital de la persona pero que intervienen en ciertas situaciones. Un ejemplo de ello puede ser, una persona sumisa que se moleste y pierda los estribos.

Las cinco grandes categorías de la personalidad

Extroversion:

Locuaz, atrevido, activo, bullicioso, vigoroso, positivo, espontáneo, efusivo, enérgico, entusiasta, aventurero, comunicativo, franco, llamativo, ruidoso, dominante, sociable.

Afabilidad:

Calido, amable, cooperativo, desprendido, flexible, justo, cortés, confiado, indulgente, servicial, agradable, afectuoso, tierno, bondadoso, compasivo, considerado, conforme.

Dependencia:

Organizado, dependiente, escrupuloso, responsable, trabajador, eficiente, planeador, capaz, deliberado, esmerado, preciso, practico, concienzudo, serio, ahorrativo, confiable.

Estabilidad emocional:

Impasible, no envidioso, relajado, objetivo, tranquilo, calmado, sereno, bondadoso, estable, satisfecho, seguro, imperturbable, poco exigente, constante, placido, pacifico.Cultura o inteligencia:

Inteligente, perceptivo, curioso, imaginativo, analítico, reflexivo, artístico, perspicaz, sagaz, ingenioso, refinado, creativo, sofisticado, bien informado, intelectual, hábil, versátil, original, profundo, culto.

Teorías de la personalidad y su consistencia.

Todas las
Todas las teorías de la personalidad, en general, manifiestan que el comportamiento, es congruente a través del tiempo y de las situaciones. Según esta perspectiva, una persona agresiva tiende a ser agresiva en una amplia gama de situaciones y continuara siendo agresiva de un día a otro, o de un año a otro. Este comportamiento constantemente agresivo es una prueba de la existencia de un rasgo de la personalidad subyacente de agresividad, o de una tendencia hacia ella.

No obstante algunos teóricos, se preguntan si en realidad el ser humano mantiene una conducta persistente y consiente.¿Interviene la

herencia en la adquisición de la personalidad?Un acervo cada ves mayor de investigaciones indica que si. Los estudios comparativos de gemelos idénticos, que comparten el mismo Material genético, indican que se parecen mucho más que los gemelos fraternos en características de la personalidad como emotividad, sociabilidad, e impulsividad. Por consiguiente se determina científicamente que la herencia influye genéticamente en la adquisición de una personalidad determinada.

Evaluación de la personalidad.

En algunos aspectos, medir la personalidad, se asemeja mucho a evaluar la inteligencia, En uno u otro caso se intenta cuantificar algo que no podemos ver ni tocar, y en ambos casos una buena prueba ha de ser confiable y valida a la vez.

Al evaluar la personalidad, no nos interesa la mejor conducta, lo que queremos averiguar es la conducta típica del sujeto, es decir, como suele comportarse en situaciones ordinarias.

En la intrincada tarea de medir la personalidad los psicólogos recurren a cuatro instrumentos básicos: la entrevista personal, la observación directa del comportamiento, los test objetivos y los test proyectivos.

Cada ves que un psicólogo se enfrenta a la difícil tarea de medir la personalidad de un individuo, asumen un reto ya que la personalidad es algo que ellos no pueden ni ver ni tocar, pero que saben que esta presente en cada una de las persona, y tratar de ver como es la personalidad de un individuo en particular no es tarea fácil para los mismos.

Deben utilizar todas las técnicas necesarias para ellos, e implementar las técnicas descritas anteriormente.

Conclusión.

En el pasado trabajo de investigación, encontramos los diferentes conceptos de Personalidad, nos dimos cuenta de cómo un ser humano puede tener diferentes tipo de personalidad, esto es lo que nos hace diferentes de los demás y por la misma es que somos únicos.Además vimos las diferentes maneras de medir la personalidad, a través de los diferentes

métodos como lo son: Los test proyectivos y objetivos y la entrevista y la observación.Encontramos las diversas teorías respecto a la personalidad que existen con lo son, la teoría de Sigmud Freud, y La teoría de Alfred Adler, quien aun siendo discípulo de Sigmun Freud, condujo sus propias investigaciones y disintió en contra de la teoría de Freud, aplicando la suya propia.

Bibliografía.

Estudios Psicológicos avanzados, Raúl Escaramuza, ediciones contemporáneas, Madrid España, 1992.

Técnicas de estudio sobre la personalidad, Marcos Ávila del Cabral, Ediciones Afiche, Lima Perú, 1970.

Investigaciones de la psicologia sus conceptos modernos, Jalón Corominas, Exposición hecha en el centro ecuestre de la Universidad conplutense de Madrid, mayo del 2003.

Sustentado por los estudiantes:

 

 

Hamlet West

Priscilla Rosario

Adriana Rojas

Dr. Manuel Corominas

Dr.Corominas@codetel.net.do

Máyeline Adames

Kelvin Antonio Díaz

 

CRISIS DE LA MODERNIDAD

 

 

CRISIS DE LA MODERNIDAD

 

Las variadas relaciones existentes entre las herencias socioculturales, los tipos de modernidad, la identidad colectiva y los proyectos para el futuro conforman una de las temáticas más discutidas de la actualidad latinoamericana y de mayor relevancia para la evolución de la consciencia colectiva en el Nuevo Mundo. Es un lugar común señalar que el legado ibero-católico ha sido negativo para América Latina en las esferas política, institucional y económica a causa del caudillismo, del centralismo, de las pautas autoritarias de comportamiento y de los hábitos prerracionales en el trabajo. Esta tradición representa, empero, un fenómeno sumamente complejo. Es difícil, por un lado, delimitarlo claramente de los otros aspectos afines en el enrevesado campo del desarrollo histórico-cultural; es conveniente y oportuno, por otro, mencionar sus elementos fructíferos y positivos en un momento en que la crisis, generalizada de la modernidad alcanza también a las naciones latinoamericanas y obliga a repensar la cuestión nunca resuelta de sus identidades colectivas. El rasgo distintivo de éstas en la segunda mitad del siglo xx ha sido el intento de una modernización acelerada, es decir el ensayo más o menos metódico de alcanzar el grado de desarrollo técnico-económico y organizativo-institucional de los grandes países metropolitanos del Norte, tanto en sus variantes capitalistas como en las socialistas. Estos esfuerzos han producido, sin embargo, un resultado relativamente mediocre, una modernidad fragmentaria y problemática; es cierto que los valores de orientación y consumo, los grandes objetivos del desarrollo económico y los criterios para juzgar el éxito o el fracaso de un modelo social dado provienen del mundo metropolitano, pero el producto de tantos años consagrados a construir sociedades modernas se muestra ahora tan alejado de los parámetros normativos que la desilusión con la modernidad empieza a preocupar a la opinión pública y a transformarse en un punto central del debate intelectual.

No debe perderse de vista el hecho de que este desencanto con la civilización industrial se halla recién en sus inicios y que atañe a reducidos grupos intelectuales; gobernantes y planificadores, dirigentes sindicales y empresarios, profesionales y obreros siguen creyendo en las bondades liminares del progreso material, en la necesidad de acercarse rápidamente al nivel alcanzado por las naciones metropolitanas y en el carácter positivo y obligatorio de los procesos de urbanización e industrialización. Pero la índole monstruosa que han tomado estos factores centrales de la modernización latinoamericana, junto con la inesperada disminución de la calidad de la vida en medio de los logros tangibles del desarrollo y del progreso han ocasionado un difuso malestar con respecto a la modernidad y promovido una revalorización de lo premoderno. Bajo esto último se entiende principalmente un sistema civilizatorio preindustrial, preponderantemente rural, marcado por las reglas y los valores de la religión y las costumbres no puestas en duda por el racionalismo, y caracterizado por el vigor de los llamados lazos sociales primarios. Este orden tradicional era el que dejó la colonización ibérica, orden que sobrevivió la independencia en muchos terrenos y que había preservado importantes porciones del estilo de vida de las culturas precolombinas. Lo que se percibe ahora es una actitud ambivalente frente a la modernidad, sobre todo frente a la transformación de la vida cotidiana en algo sistemáticamente ordenado y a la prevalencia omnímoda del principio de rendimiento; esta ambigüedad no llega, empero, a poner la cultura moderna radicalmente en cuestión y busca más bien combinarla con aspectos reputados como valiosos de la tradición premoderna. La discusión en torno a la identidad y a la autenticidad de las sociedades latinoamericanas tiene mucho que ver con el rol y la influencia atribuidas a esas ambivalencias.

En general puede aseverarse que la consciencia colectiva latinoamericana ha adoptado como obviamente propio un modelo de desarrollo originado y perfeccionado en los países altamente industrializados del Norte y, simultáneamente, ha elaborado una gama muy amplia de ideologías para convencerse a sí misma de que se trata de una evolución universal de carácter substancialmente positivo e ineludible que, tarde o temprano, tocará en su plenitud a todas las naciones latinoamericanas. Esta concepción, inmensamente popular, pero científicamente ingenua, impide percibir lo negativo de la modernidad y, al mismo tiempo, lo provechoso y meritorio de aquellos sistemas sociales que ahora la opinión pública los considera como anticuados, anacrónicos y depasados por los decursos históricos. Y, sin embargo, también comienza a divulgarse una corriente que subraya lo valioso y aceptable -para una vida más humana y para una identidad colectiva más genuinamente autónoma- de la tradicionalidad pre-industrial.

Aunque en sentido estricto toda sociedad se halla de alguna manera en transición, se suele hablar de la América Latina del presente como una amalgama entre la herencia ibérica (y, en medida mucho más reducida, del legado precolombino) y las tendencias modernizantes derivadas de la civilización industrial del Norte. Los elementos de la tradicionalidad misma no conforman una todo homogéneo, sino fragmentos diversos y hasta dispares; lo rescatable de algunos de ellos debe ser analíticamente separado de los demás aspectos que constituyen la parte autoritaria, irracional y antidemocrática de la herencia prehispánica e ibero-católica. Esta selección denota un momento innegable de arbitrariedad y contingencia. La visión de este pasado no es homogénea: precisamente en la etapa contemporánea, que ha visto en rápida sucesión el derrumbe de tantas certidumbres y la obsolescencia de tantas doctrinas estimadas como definitivas, las tradiciones culturales de América Latina han sufrido las más diferentes interpretaciones y las valoraciones más extremas. Los ejercicios exegéticos que siguen a continuación, que pueden distinguirse por un punto de vista excéntrico, intentan cristalizar hipotéticamente lo positivo y valedero de las herencias culturales premodernas para brindar algún consuelo al hombre actual en el Nuevo Mundo, que ha quedado a la intemperie en el campo de los valores de orientación.

La falta de un impulso crítico en las tradiciones culturales

Desde el siglo XVI se puede constatar un relativo atraso filosófico, un estancamiento político -institucional y un marcado desinterés de las instancias estatales por todo afán investigativo en España y Portugal, sobre todo si se compara a estas naciones con los otros países de Europa Occidental. Una atmósfera generalizada de libertad, dogmatismo y espíritu acrítico permeó durante siglos todas las esferas de las sociedades ibéricas; la larga guerra de la Reconquista, el legado islámico, la religiosidad devota, intolerante y extrovertida, el peso de la Inquisición, la falta de estamentos realmente independientes de la Corona, el centralismo castellano y una serie interminable de malos gobiernos y peores monarcas contribuyeron a moldear una civilización y un estilo de vida diferentes de aquellos que prevalecieron en Occidente y probablemente influenciados aun por aquello que habitualmente se denomina el obscurantismo medieval. Aun cuando esta etiqueta sea muy poco precisa y de escaso valor explicativo-analítico, lo cierto es que el ambiente cultural imperante en la península ibérica a partir del siglo XVI correspondió a una marcada esterilidad en las actividades científicas y filosóficas, a una carencia de elementos innovadores en el terreno de la organización socio-política y a una consolidación de la cultura política del autoritarismo. (Este juicio no incumbe para nada el desarrollo de las letras y las artes). Las administraciones coloniales española y portuguesa intentaron, con bastante y perdurable éxito, consolidar este tipo de pautas y normativas culturales en el Nuevo Mundo. Y es en tierras latinoamericanas donde la tradicionalidad se ha mantenido en su versión relativamente menos contaminada y geográficamente más extensa después de que España (y en menor escala Portugal) iniciase durante el siglo XIX un proceso importante de industrialización y urbanización.

El mundo moderno, basado en el desenvolvimiento impetuoso de la ciencia y la tecnología, en la industrialización masiva y en la regulación metódica y exhaustiva de vida cotidiana, no fue prefigurado ni promovido por pensadores ibéricos; al sud de los Pirineos y en el ámbito colonial dependiente de España y Portugal faltó durante siglos una comprensión adecuada de los procesos de modernización iniciados en otros países europeos (por ejemplo, de los aspectos socio-culturales concomitantes de la Reforma protestante) y, al mismo tiempo, una voluntad política sostenida y eficiente consagrada a liberar a las sociedades ibéricas de su petrificación que duró un vasto período histórico. Ambas carencias apuntan a un hecho fundamental y decisivo de la tradición ibero-católica: la ausencia de una actitud liminarmente crítica, que pone en cuestión, analiza e investiga el mundo circundante y plantea caminos alternativos de evolución. Así fue como inicialmente no hubo un acercamiento a la modernidad occidental, ni una discusión de su deseabilidad y sus ventajas; pero cuando la modernización estuvo a la orden del día, generalmente a causa de una determinación tomada en las más altas esferas del gobierno e impuesta hacia abajo sin muchos miramientos, no existió tampoco una toma de consciencia con respecto a sus numerosos factores negativos. Se aceptó una industrialización unilateral, una urbanización desordenada y una destrucción de los sistemas sociales formados orgánicamente a lo largo de milenios con la misma facilidad y ligereza con las que se toleró durante siglos el absolutismo oficial y la religiosidad absorbente.

Cuando las naciones latinoamericanas ingresaron en la segunda mitad del siglo XX al arduo camino de la modernización acelerada, lo hicieron copiando indiscriminadamente los modelos ya existentes en los países del Norte, ofreciendo muy poca resistencia a sus aspectos antihumanistas (y anti-estéticos), ya que, ante todo, se trataba (y se trata) de una imitación de los aspectos técnico-económicos, los cuales predominan hoy en la fase contemporánea de la evolución latinoamericana. Esta adaptación de los modelos normativos del Norte deja de lado de manera más o menos premeditada los elementos racionales, críticos y humanistas que también son propios de la civilización metropolitana y que están íntimamente vinculados a los grandes hitos de su historia, como han sido el Renacimiento, la Reforma, la Ilustración y las revoluciones políticas. Lo ambivalente y equívoco del período actual en el desarrollo latinoamericano reside en el curioso hecho de que el proceso de modernización acelerada en América Latina coincide con la búsqueda más o menos metódica de una identidad colectiva genuinamente propia -búsqueda vana, por otra parte-, con el florecimiento de corrientes autoctonistas e indigenistas y con un vigoroso incremento de ideologías anti-imperialistas y anti-capitalistas. La consecución de ciertas metas en el campo técnico-económico, los progresos innegables en los terrenos de la educación, la salud pública y la infraestructura y el crecimiento hiper-exponencial de las ciudades (factores y resultados todos ellos de la modernización) llevan paradójicamente a preguntarse por el propio pasado, a fabricar hipótesis sobre la identidad nacional y a fomentar teorías revolucionarias de todo tipo. Es en medio de procesos de modernización (que técnicamente exhiben un desempeño global ciertamente exitoso) que una buena parte de la consciencia intelectual latinoamericana empieza a poner en duda las bondades de la modernidad.

La modernidad latinoamericana puede ser calificada en general como de segunda clase. En el Nuevo Mundo hay ciudades enormes que poseen todos los inconvenientes y pocas de las ventajas de las grandes urbes del Norte; los servicios públicos urbanos están próximos al colapso; la extrema corrupción y la ineficiencia concomitante de las administraciones municipales florecen junto a una criminalidad muy alta y a una estética pública desastrosa; la calidad de la vida decae precisamente en aquellos núcleos donde se conjugan los aspectos más sobresalientes de la industrialización.

La urbanización apresurada (a América Latina le cabe el dudoso honor de tener las ciudades más grandes del planeta) y la apertura acelerada de dilatados territorios (a América Latina le corresponde la triste honra de contar con los proceso de defórestación más graves del mundo) tienen lugar sin que surja una preocupación colectiva relevante por la contaminación ambiental y la destrucción de la naturaleza. Finalmente hay que señalar que la construcción de instituciones cívicas y políticas en América Latina ha ocurrido a menudo prescindiendo de los designios de liberalidad, democracia, tolerancia y pluralismo que animaron los orígenes de éstas en el marco de la cultura occidental. Un caso particularmente dramático de un desarrollo estrictamente cuantitativo, sin tener en cuenta ni las variables ecológicas, ni la calidad de la vida, ni la estética pública es de Venezuela Los enormes ingresos derivados de la explotación del petróleo y de otros recursos naturales, que durante largo tiempo gozaron de precios invidiablemente altos en los mercados mundiales, no sirvieron para aminorar las enormes disparidades sociales ni para inducir un modelo de desarrollo genuinamente autónomo y viable a largo plazo. Lo que se ha logrado no es demasiado presentable: una burocracia hipertrófica y sin tareas razonables, una corrupción administrativa propia de la literatura fantástica, aglomeraciones urbanas excepcionalmente feas, la adopción de una mala copia del estilo de vida norteamericano, la falta de factores de una identidad nacional plausible, la prevalencia de una ideología ingenua del progreso material en cuanto nueva religión nacional secularizada, el enorme peso del Estado dentro de la economía y la educación del país, una industria pesada sobredimensionada, deficitaria y a la larga inservible, fenómenos de contaminación ambiental del más alto grado y de naturaleza irreversible, procesos de erosión y descertificación de dimensión casi inimaginable y la destrucción incesante del bosque amazónico. La cultura política en sentido amplio se destaca por la mentalidad de los nuevos ricos, el optimismo acrítico con respecto a las posibilidades y al potencial de desarrollo del país, la actitud descuidada hacia la naturaleza, la desidia ante el ornato público, la improvisación permanente, la ausencia de una democracia participativa efectiva, la manía por los grandes planes globales para acelerar el "desarrollo" y la codificación oficial (artículos 95 y 97 de la constitución de 1961) de los postulados de la diversificación de la economía y de la construcción de una industria pesada.

La desilusión incipiente con la modernidad

La discusión en torno al postmodernismo tiene que ver con la modernidad de segunda clase que impera en América Latina, pero también con la crisis ecológica que ya empieza a ser percibida colectivamente, con la explosión demográfica y sus consecuencias y con una burocracia estatal que tiende a usar la tecnología más moderna para el mejor control de la población. En círculos intelectuales y artísticos se nota una resistencia creciente contra todo intento gubernamental de crear una armonía compulsiva, una homogeneidad obligatoria; igualmente se percibe un claro malestar a causa del desdén premeditado (y favorecido por las instancias oficiales) hacia las formas simbólicas y a causa de los excesos en la construcción de una infraestructura muchas veces superflua. Es una protesta, todavía difusa y confusa, contra un mundo demasiado organizado, caracterizado por su ya desmesurada capacidad de integración y normalización, el cual trae consigo una curiosa producción de anomalías, es decir de formas residuales, transgresivas y marginales y de extrañas disfunciones como modelos singulares e insólitos de auto-expresión de los sectores e individuos que resisten al uniformamiento social También en América Latina empiezan a brotar el desencanto con los "grandes relatos" (la Ilustración, el idealismo, el marxismo), con los sistemas cerrados y unitarios de explicación del mundo, y el cansancio con las grandes instituciones (Estado, partido, administración pública) y con los grandes designios racionales para modificar (o sólo mejorar) el mundo. La razón en cuanto instancia totalizadora está entrando en descrédito, lo que se transluce en un claro escepticismo con respecto a la política como esfuerzo colectivo con sentido inteligible, a los intentos de cooperación e integración internacionales y al propósito de mejorar la suerte de los mortales

 

En América Latina el debate en tomo al postmodemismo ha suscitado relaciones muy variadas. En las sociedades más desarrolladas, donde ha podido desenvolverse una cierta consciencia de la problemática ecológico-demográfica y donde existe una tradición cultural con fragmentos de cosmopolitanismo (como México, Chile y Argentina), la discusión ha alcanzado un nivel intelectual encomiable y ha interesado a grupos relativamente extensos. En aquellas naciones donde el progreso material goza aún de un prestigio incólume y de una prioridad absoluta, los planteamientos postmodernistas se enfrentan a una postura de incomprensión y rechazo. La urgencia por alcanzar los frutos de la modernidad en el lapso de tiempo más breve (y, en el fondo, a cualquier precio) hace que toda crítica a las normas y a los logros de la modernización aparezca como una actitud antipatriótica o, en el mejor de los casos, excéntrica. Por otra parte, algunos intelectuales estiman que los teoremas postmodernistas serían una "amenaza particularmente perversa" y un "ataque frontal" del dominio imperialista contra todo aquello que se deriva de la "primigenia asociación entre razón y liberación social" y contra "las promesas liberadoras de la modernidad" (desacralización de la autoridad, la idea de libertad y fraternidad, crítica de las jerarquías sociales y de los mitos que las fundamentan). Otra corriente reconoce la legitimidad y pertinencia de muchos de los argumentos de los postmodernistas, pero sostiene que el proyecto de la modernidad ha quedado inconcluso y que la tarea más adecuada hoy en día es reinsertar el proyecto occidental de modernización en la realidad latinoamericana, dotándolo de rasgos propios y resistiendo sus factores destructivos.

Aspectos positivos de la tradicionalidad en la ética y la estética

A la prevalencia socio-política de una modernidad de segunda clase hay que atribuir la declinación acelerada de ciertos valores de orientación y modos de organización, que ahora la opinión pública los considera anticuados y dignos de desaparecer del horizonte cultural latinoamericano del presente, pero que han simbolizado y encarnan todavía hoy -en la literatura, en la nostalgia y en la memoria colectiva- formas aún válidas de una vida más plena y humana, de una cosmología más sabia y de una convivencia más sana que los principios derivados de la civilización de la modernidad. La tradición cultural que moldeó el continente latinoamericano hasta bien entrado el siglo XX implicaba una relación distanciada, escéptica y hasta ingeniosa con respecto al Estado, al gobierno y a sus aparatos administrativos. A ella correspondía una ética laboral que no exaltaba el trabajo metódico y continuado ni el ascetismo intramundano a la categoría de fin óptimo de la especie humana y actitud gratísima ante los ojos de Dios, como lo hace la mayoría de las confesiones protestantes, con los resultados conocidos en las naciones metropolitanas: fenómenos universales de alienación, imperio irrestricto del principio de rendimiento, transformación del hombre en el engranaje de fábricas e instituciones y pérdida del sentido de la vida. La sociedad tradicional ha sabido conservar también en lo concerniente a la religiosidad, a la disciplina social y a la estructuración de los llamados vínculos primarios (familia, parentesco, amistad) pautas normativas más diferenciadas, ecuánimes y sabias que aquellas que hoy predominan en los centros metropolitanos.

El orden premoderno ha poseído una concepción muy saludable en lo que se refiere al trabajo. A éste no se le atribuía el altísimo valor que entretanto ha alcanzado en las naciones altamente industrializadas y, en particular, en los países socialistas. Se trabajaba lo estrictamente necesario para sufragar un consumo razonable, pero no para la acumulación de capital y para el posible bienestar de generaciones futuras. Era relativamente desconocido el esfuerzo sistemático en favor de una elevación incesante de la productividad, lo cual es visto ahora como el criterio más importante para juzgar los méritos de un modelo social. Sólo desde el punto de vista de la ética protestante y de sus derivaciones eurocéntricas modernas (que lamentablemente se han convertido en el parámetro mundial obligatorio) se puede menospreciar la vida contemplativa, la dedicación a la magia, al placer o a la creación artística, la comunicación con la naturaleza y la consagración a actividades no productivas. En los sistemas tradicionales la distribución de poder, honor y riquezas estaba ligada, en un grado mucho más elevado que en el presente, a lo casual y contingente y no al rendimiento individual en medio del proceso laboral. Se puede afirmar que, en rigor, aquellos procedimientos para la distribución de méritos no estaban demasiado alejados de la azarosa justicia humana, para la cual rara vez existe una conexión racional entre esfuerzo y recompensa.

Era, sin duda, una posición realista, y de acuerdo a ella el ocio no es menos virtuoso que la laboriosidad. En el orden tradicional había un espacio honorable para aquel otium cum dignitate de índole aristocrática que ha sido muy propicio al florecimiento de una cultura genuina y que hoy en día ha cedido su puesto a la grosera mezcla de trabajo enajenado y derroche plebeyo. No era, sin embargo, una sociedad de holgazanería permanente, pero sí una donde no cabían ilusiones demasiado sublimes en torno a las retribuciones y los logros en verdad modestísimos que se podían alcanzar mediante el trabajo honrado e infatigable o por medio de estudios eruditos y profundos. En el saber superior se translucían de modo patente la influencia y los ideales de la fracción de la clase alta que se dedicaba al ocio, con la finalidad, por lo menos parcialmente, de impresionar a los otros y hasta engañar a los ingenuos. Después de todo, una de las funciones primordiales de los creadores y administradores de bienes culturales ha consistido hasta hoy en desorientar al resto de los mortales, y es una lástima que se haya diluido la vieja actitud escéptica, propia de la aristocracia, frente al saber convencional.

La civilización de la modernidad, tanto en su variante capitalista como en sus experimentos socialistas, ha difundido el mito acerca de la igualdad liminar de los hombres (igualdad ante la ley, igualdad de acceso a las fuentes del poder político, igualdad de oportunidades en la educación, etc.), mito en sumo grado exitoso, útil y aprovechable desde el punto de vista de las clases dominantes en regímenes muy disímiles porque permite encubrir eficazmente una estructuración social altamente jerárquica, enrevesada e injusta -como es la moderna- que está disimulada por la intransparencia, la discreción y las llamadas coacciones tecnológicas. Esta leyenda se presta para seducir y engatusar a los estratos sociales con una formación técnica moderna. La ideología de la igualdad sirve para disimular una de las consecuencias más importantes de los decursos de modernización en la esfera político-institucional. Como se sabe, el mundo contemporáneo es, así sea verbalmente, el campo de ación de principios, procedimientos y doctrinas democráticas, pero en realidad conforma el modelo para aprehender, canalizar y utilizar rentablemente los llamados recursos humanos. La modernidad constituye el proceso exhaustivo de expansión de los subsistemas de racionalidad instrumental, incluyendo la esfera de la vida cotidiana y la del Estado. La racionalización de todo el conjunto social tiene una de sus manifestaciones más resonantes y más controvertidas en el fenómeno de la burocratización; la lógica de la modernización es, por una parte, el sometimiento de la vida cotidiana de cada individuo al principio de rendimiento, a una metodicidad inescapable y a normas pretendidamente universales y, por otra, la transformación de los aparatos gubernamentales en mecanismos absorbentes y dilatables que funcionan de acuerdo a la razón instrumental. La burocratización de la sociedad es un aspecto concomitante de la sociedad de masas, de la democracia erigida en orden social incuestionable y del principio de la igualdad de los hombres. Estos factores, llevados a sus consecuencias naturales, ocasionan la pérdida progresiva de la libertad individual y la dilución del sentido de la vida social y de los esfuerzos históricos Alexis de Tocqueville señaló en el siglo xix los peligros inherentes a la democracia de masas, la contraposición entre libertad e igualdad y los aspectos totalitarios de un ordenamiento político sin contrapesos institucionales ni poderes intermedios; Max Weber analizó a comienzos del siglo XX las consecuencias que se derivarían de una burocracia técnicamente perfecta ("la jaula de hierro de la sumisión" la cual puede emerger sólo a partir de la nivelización de todos los sectores dominados (es decir, a partir de una radicalización efectiva y práctica del principio de la igualdad liminar) frente a los detentadores del poder burocratizado. La democracia se reduce en tal caso -lo cual no es nada extraño al mundo actual- a un método de selección, legitimización y renovación de las élites de poder, únicas usufructuarias genuinas del modelo burocrático de dominación.

Es esta esfera del antiguo régimen (en cuanto encarnación clara de la tradicionalidad) tiene la enorme ventaja sobre la modernidad de haber aceptado y comprendido la tensión inextinguible entre libertad e igualdad y de no haber sucumbido a la tentación de privilegiar esta última. De modo realista el orden premoderno se desenvuelve dentro de todo tipo de desigualdades y, al admitirlas y sancionarlas legalmente, las hace transparentes y evita simultáneamente el surgimiento de falsas ilusiones. La estratificación social de la España premoderna y de sus colonias no estaba ciertamente libre de arbitrariedades y rigideces, pero dejaba reconocer inmediatamente la correlación efectiva de las fuerzas sociales y la distribución de poder y prestigio entre sus diferentes estamentos. Esto no quiere decir, evidentemente, que títulos nobiliarios, honores y gratificaciones hubieran correspondido a merecimientos individuales que desde un criterio racional pudieran ser calificados de legítimos o aún sólo de tolerables, pero configuraban en su totalidad un sistema aristocrático de signos ostentativos, al cual no se le pueden rehusar algunos valores estéticos muy sólidos.

En contraste con la época actual, la clase alta en la península ibérica y en el Nuevo Mundo poseía hasta mediados del siglo xix un auténtico interés por lo ornato público, por un estilo de vida propio y claramente diferenciado de aquellos de las otras capas sociales y por el desarrollo de un arte y una literatura congruentes con sus inocultables esfuerzos por sobresalir dentro de su medio y de su tiempo. El protestantismo, en cambio, que puede ser considerado como uno de los agentes más enérgicos e influyentes de la modernización a nivel mundial, significó una verdadera catástrofe para la estética pública, para el estilo de vida y hasta para el arte de la conversación: sus propensiones anti-aristocráticas, su culto de la interioridad, su rechazo farisaico (y pequeñoburgúes) de los símbolos externos, su incomprensión de la ironía y, en general, de las sutilezas y perversidades de las relaciones entre los hombres y sus manías puritanas han coadyuvado al uniformamiento de las sociedades supeditadas a esta fe, al debilitamiento de los vínculos primarios y a la aparición de las alienaciones modernas. No es casualidad el hecho de que la ética laboral propagada oficialmente en los sistemas socialistas contemporáneos se asemeje bastante a la moral del ascetismo intramundano divulgado por los sectores más puritanos del protestantismo y con las mismas connotaciones en lo que se refiere a la acumulación primigenia de capital.

Las clases dominantes del presente en América Latina han brotado de un proceso de modernización de segunda calidad y han sido marcadas decisivamente por él. Forman un conglomerado híbrido que nunca experimentó ni la disciplina de las burguesías protestantes, ni el savoir-vivre de la nobleza católica, ni el espíritu innovativo de la plutocracia norteamericana. Este estrato no puede ni quiere disimular su origen plebeyo y sus parámetros de orientación basados en la chabacanería contemporánea. No ha sabido crear una cultura propia y específica y ha adoptado más bien las pautas de comportamiento, las preferencias y los gustos de las clases medias norteamericanas de corte provinciano. Es verdad que la aristocracia tradicional tuvo siglos para constituir su modo de vida y sus criterios estéticos depurados, sin tener que sufrir ni la crítica ni la competencia serias de otros grupos sociales organizados, Pero también es cierto que las capas más privilegiadas de la actualidad disponen de medios financieros (en una cantidad tal que la antigua nobleza nunca hubiera imaginado como posible), de posibilidades de viajes y ofertas de educación y esparcimiento que son seguramente excepcionales en el curso de la historia universal .

Estas aseveraciones no deberían ser entendidas como una apología indiscriminada de la antigua aristocracia. España tuvo la desgracia, por ejemplo, de carecer de una clase alta independiente en sentido financiero, político y cultural, comparable a la nobleza de los otros países de Europa Occidental. Ya en el siglo XVII el estamento señorial español había dejado de ser un estrato jurídicamente organizado como instancia de propio derecho, con un código particular de ética y con autonomía económica, para convertirse en una mera "élite de poder", subordinada a los favores y a las dádivas de la Corona, sin continuidad institucional y sin conceptos propios de moral.Dos peculiaridades esenciales de esa "clase política" han preservado y hasta perfeccionado algunas élites latinoamericanas actuales: el saqueo del tesoro público como base de la propia economía y la estulticia en el manejo de los asuntos de Estado. Es interesante aludir entre paréntesis a un pensamiento de Thorstein Veblen, quien llamó la atención acerca de la similitud que, después de todo, existiría entre el tipo ideal del delincuente y el del representante de la clase alta: una misma "utilización sin escrúpulos de cosas y personas para sus propios fines", un idéntico "desprecio por los sentimientos y deseos de los demás" y una igual "carencia de preocupaciones por los efectos remotos de sus actos"

Pese a todas sus limitaciones, la vieja aristocracia tradicional protegió y fomentó un espacio donde el arte pudo desplegar algunas de sus posibilidades; la tuición eclesiástica y la preceptiva teológica cercenaron en el Nuevo Mundo un florecimiento mayor de las musas. Aquella atmósfera permitió, sin embargo, una cierta autonomía de los valores estéticos. El quehacer artístico pudo ser fructificado por la contemplación, la fantasía y el sentimiento, antes de que estas categorías cayeran en descrédito frente a las necesidades del actual mundo industrializado y también frente a los dictados del realismo socialista. La cultura tradicional y el mecenazgo aristocrático mostraron, paradójicamente, un comprensión bastante amplia por los aspectos positivos de la creación individual y subjetiva, sin llegar, empero, a endiosar el rol del artista. En aquel marco germinó la concepción de que el arte representa una realidad más elevada, pura y noble que la vida cotidiana; el arte como una verdad superior y en cuanto encarnación de la promesse de bonheur se transformó parcialmente en una protesta -sublime pero clara- contra lo profano y prosaico de la existencia real.

La civilización moderna, y especialmente esa imitación de segunda clase en tierras del Tercer Mundo, ha significado ciertamente un gigantesco impulso liberador para aquellas fuerzas del individualismo que estaban latentes en el seno del antiguo régimen, pero ha instaurado simultáneamente una tendencia vigorosa hacia el uniformamiento avasallador de toda la vida social. El protestantismo, el absolutismo modernizante, el jacobinismo de la Revolución Francesa y todas las corrientes del marxismo han coadyuvado poderosamente a esta magna empresa de la nivelación, centralización y normalización, que ahora es reputada como precondición indispensable de todo progreso serio. El principio de rendimiento y la propensión a someter toda la gama de actos humanos bajo un mismo sistema de criterios valorativos han contribuido de modo decisivo a despojar a la literatura y al arte de su aura mágica, transcendente y excepcional y a convertirlos en asuntos habituales como todos los demás. El actual arte post-aurático ha devenido objeto decorativo o mensaje ideológico, dejando de lado los temas que lo hicieron grande. El desprecio más o menos consciente por la belleza, la sensibilidad, la pasión y el buen gusto -que hoy prevalece en cuanto signo de la modernidad democrática- ha sido, empero, una constante del pensamiento represivo y reaccionario; sólo el arte que se concibe a sí mismo como búsqueda perenne de armonía y belleza puede desplegar su potencial innovativo y mostrarnos la posibilidad de una vida plenamente lograda.(43) Este arte auténtico no se da en el seno de aquellos movimientos contemporáneos tratan de borrar las diferencias entre lo santo y lo profano, entre lo cotidiano y lo festivo, entre lo público y lo privado, entre lo lícito y lo delictivo, entre la cursilería y la maestría, entre la locura y la razón. La inclinación a estas deliberadas simplificaciones en nombre de la modernidad y el espíritu progresista y revolucionario, desinhibido e imaginativo apunta, en el fondo, a la destrucción del arte, de los valores humanistas y de la verdad inmersa en estos últimos.(44) El actual ensalzamiento inmoderado del artista (en conjunción con la carencia de conocimientos y criterios estéticos dentro de la nueva clase dominante) conduce a que cualquier capricho, experimento o aberración de aquél sea considerada como una genuina obra de arte. El carácter premeditadamente rústico de ésta y su similitud con la esfera de lo prosaico son ahora argumentos en favor de estos objetos artísticos, de su profundidad y novedad, de la singularidad de su mensaje y de la originalidad de su ejecución. En la sociedad premoderna todo este discurso habría sido desenmascarado como el burdo intento de justificar la mediocridad de gente sumamente vanidosa que se habría equivocado de oficio. El respeto a la comunidad de parte de los auténticos artistas se manifestaba en la sana costumbre de someter al veredicto de los entendidos unas pocas obras primorosamente terminadas y en no fatigar la atención pública con meros esbozos, proyectos y ocurrencias que pertenecen, así sea por un mínimo sentido de decoro, a la vida privada del artista.

Lo rescatable del orden tradicional en las esferas de la familia y la religión

La ambivalencia de la civilización moderna con respecto al individualismo (liberación de las fuerzas subyugadas por el colectivismo y, simultáneamente, uniformamiento obligatorio de las pautas de conducta y orientación) hace ahora aparecer bajo una luz más positiva una de las características fundamentales del orden tradicional. La familia extendida, la parentela, la amistad y otros vínculos primarios se hallan, como se sabe, en franco retroceso; ahora se los considera, no sin cierta razón, como residuos del pasado que han perdido ya todo sentido o como instrumentos particularmente detestables -por ser directos y burdos- de control social.

Por otra parte, la autonomía del individuo y la concepción acerca del carácter único de cada persona constituyen una de las conquistas más nobles y duraderas de la civilización occidental; la modernidad se ha distinguido por haber sentado las bases filosóficas, éticas, jurídicas y políticas para la defensa y el desenvolvimiento del individuo frente a aquellas instancias como el Estado que pueden coartar su libertad. Personalidades fuertes y autónomas requieren, sin embargo, de una atmósfera que les brinde inalterablemente amparo, seguridad, cariño y calor; una identidad personal sólida se complementa adecuadamente con una identidad grupal bien establecida, la cual representa una de las cualidades distintivas del orden premoderno. En casos de privaciones, emergencias y desgracias, la familia extendida y la parentela solían actuar como instituciones que ofrecían ayuda, consuelo, aliento y protección de modo rápido, espontáneo y libre de formalidades. Estas estructuras de interrelaciones humanas, a las que se les atribuye en el presente el carácter de lo anticuado y engorroso, cifraban su honor en un sentimiento de responsabilidad social que abarcaba tanto la colaboración en momentos de aprieto como el conferir la sensación de calor hogareño a los necesitados. En muchas sociedades premodernas, que hoy son calificadas despreciativamente de arcaicas o, por lo menos, de anacrónicas, emergía esa solidaridad no burocrática envuelta en lazos de reciprocidad y en rituales complejos, pero servía eficazmente en el plano prepolítico para mantener despierta la idea de una convivencia humana que incluía a los marginales, los dementes y los enfermos.

Se puede argüir, con todo derecho, que esta visión del orden tradicional ha sido embellecida inmerecidamente por la parcialidad y la nostalgia. Las ventajas del mundo premoderno resaltan, sin embargo, a la vista de las deficiencias que nos ha legado la civilización industrial. La liberación del individuo ha ido acompañada por la declinación de los vínculos inmediatos y por la destrucción de un tejido social formado a lo largo de milenios. Entre los estigmas contemporáneos hay que nombrar la anonimidad en las grandes aglomeraciones urbanas, la transformación de la amistad en una relación instrumental para lograr contactos y favores, el abandono de los niños y los ancianos, la soledad generalizada, el comportamiento anómico y la pérdida de una identidad equilibrada.

A la actual familia nuclear, celebrada como -un símbolo de progreso inequívoco, le incumben tareas muy prosaicas: sus miembros deben disponer de amplios conocimientos técnicos e intelectuales, pero deben ser flexibles, maleables y manejables, es decir que deben desarrollarse de acuerdo a las exigencias siempre cambiantes de los aparatos productivos y administrativos. La adaptabilidad y la elasticidad del hombre moderno estarían evidentemente restringidas si éste conservase demasiadas obligaciones familiares, ataduras sentimentales o reservas éticas. La sociedad industrial ofrece, sin duda alguna, muchísimas más oportunidades de toda clase que la tradicional, pero exige igualmente el cumplimiento de muchas más reglas de comportamiento que permanecen disimuladas tras el velo del principio de rendimiento y de la razón instrumental. (45) La transformación del hombre en un engranaje altamente efectivo de la fábrica o de la burocracia ha sido paradójicamente posibilitada por la disolución de la autoridad paternal y la metamorfosis de la familia en una unidad de reproducción y consumo. Es cierto que los hijos se han liberado de la tutela del pater familias, pero carecen ahora de aquella figura central que era al mismo tiempo el modelo ejemplar y la causa de rebelión y, por consiguiente, el apoyo imprescindible para la constitución de identidades autónomas sólidas. Sin esta constelación resulta más fácil conducir y hasta seducir a los individuos mediante instituciones que encarnan la autoridad paternal de modo subrepticio, como los medios masivos de comunicación. En este contexto es apropiado llamar la atención sobre la coincidencia entre las "utopías negras" de George Orwell, Evgenij Zamjatin y Aldous Huxley, cuyas visiones monstruosas del futuro se basan en la plasticidad y ductibilidad ilimitadas del género humano.(46) El ciudadano de la civilización industrial está contento de no conocer a sus parientes y no tener que preocuparse de ellos, y, en el mismo grado, orgulloso de su alto grado de movilidad y de que su empresa le asigne cada cierto tiempo otro lugar de residencia y trabajo; las servidumbres antiguas, claras y patentes, han sido desplazadas por otras más discretas y sofisticadas, pero no menos absorbentes.

Algunas de las ventajas de la tradicionalidad -solidaridad recíproca, estabilidad afectiva, seguridad anímica- estaban conectadas a estructuras sociales relativamente simples y florecieron en ambientes francamente restringidos, en los que prevalecía una jerarquía muy elemental de valores de orientación. El intercambio de informaciones con el mundo exterior estaba limitado a un mínimo y atañía sólo a los asuntos de la clase alta. Ante estos hechos se puede argumentar -no sin razón- que el orden tradicional en su totalidad no tiene nada serio que ofrecer al complejo mundo moderno, y menos aún en el terreno de las pautas normativas de comportamiento. Sólo después de conocer los lados negativos de la modernidad y el carácter omnívoro de sus instituciones -el Estado, la nación, la burocracia, la gran empresa, la escuela y los demás entes nivelizadores- se puede apreciar lo positivo del orden tradicional: sus ideologías fragmentarias, sus lealtades diluidas, sus sistemas laxos y hasta incoherentes de control social. Recién hoy, después de Hiroshima y Aschwitz (exponentes paradigmáticos de lo malo de la modernidad), podemos percibir con menos prejuicios lo razonable en aquellos regímenes sociales que parecen algo caóticos, faltos de dinamismo, provincianos y carentes de pretensiones teóricas con respecto a la propia evolución.

El renacimiento de tendencias fundamentalistas ha reavivado el debate acerca del sentido y de la función actuales de la religión. Diversas corrientes del pensamiento moderno ven en las religiones sistemas anticuados para aprehender la realidad o construcciones de imágenes que el hombre se ha hecho del mundo, imágenes que permiten establecer a posteriori una secuencia evolutiva en torno al conocimiento creciente que los mortales tienen del universo y en torno a la lógica inmersa en sus estrategias para domeñar la naturaleza y a sí mismos. Este interés, indudablemente científico, permanece indiferente hacia el núcleo del fenómeno religioso y lo equipara a los mitos, las leyendas, las ideologías y las especulaciones filosóficas (47)

Dentro del marco de la sociedad premoderna se sabía, en cambio, que la religión es, ante todo, un conjunto de formas y actuaciones simbólicas que nos vincula con las primeras, es decir, con las últimas condiciones de nuestra existencia. Las concepciones teológicas son necesarias para soportar y superar el carácter contingente, aleatorio y caprichoso del mundo. Lo rescatable del pensamiento religioso residiría en la actitud de modestia humana frente a la creación, en aquel momento de humildad ante la naturaleza y de respeto ante todas sus criaturas que está implícito en los grandes textos teológico-religiosos, pero que no ha inspirado los dogmas oficiales de la Iglesia Católica ni su praxis secular. El conocimiento racional del universo y el desvelamiento científico de sus misterios no representan probablemente la palabra definitiva sobre la realidad; es igualmente posible que las categorías cognoscitivas del hombre estén ligadas inextricablemente a nuestra organización subjetiva, lo cual no impediría llegar a saber qué es lo absoluto y explicar en qué consiste. Nuestra comprensión del mundo no es totalmente adecuada a la objetividad del mismo; la verdad última -si es que tal existe- no es traducible al lenguaje humano. La religión nos puede ofrecer un acceso a esta dimensión que la modernidad ignora deliberadamente, desatendiendo así un campo fundamental para la reflexión sobre la identidad y el destino de la humanidad.

La religión encarna, por otra parte, uno de los elementos más nobles del espíritu humano, que obviamente sobrepasa el estrecho terreno de la racionalidad instrumental y de la lógica imperante en las sociedades modernas. El rechazar esta temática no es un título de honor para la modernidad es más bien un indicio de lo que este orden social -como todos los anteriores- censura, acalla y rechaza; la reflexión acerca del sentido de la existencia y del objetivo último de los esfuerzos humanos no ha sido nunca una actividad grata a los guardianes del orden establecido. El anhelo de que este mundo con todos sus horrores y todas sus injusticias no sea lo último y definitivo, une y reconforta a los mortales que no pueden ni quieren conformarse con las iniquidades de la vida. De esta manera Dios se convierte en la meta de la nostalgia y del homenaje humanos que no condescienden a aceptar y a justificar lo inevitable. Dios cesa de ser un objeto del saber y poseer; El vuelve a ser la fuente de iluminación y consuelo.(48) La fe en lo Eterno y Transcendente contribuye a relativizar aquellos designios humanos de megalomanía socio-política que pueden degenerar en fuerzas demoníacas y autodestructivas mediante el mal uso de los avances tecnológicos. El hombre, como ser finito y, simultáneamente, inclinado al desacierto, a la soberbia y a la sobreestimación de sí mismo, tiende a considerarse la consciencia y el télos del universo, y puede, por lo tanto, transformarse en un ídolo altanero que siente apetito por sacrificios sangrientos y que pretende la mutación del universo según sus fantasías insanas. En una época en la que éstas pueden devenir realidad mediante el progreso científico y técnico, la fe religiosa puede significar un contrapeso al arcaico pecado del orgullo disfrazado de proyecto tecnológico. El pensamiento religioso podría mitigar la propensión a creer que la naturaleza es un ente sin derechos propios y más bien una cantera para los propósitos humanos; esta típica concepción occidental de un antropocentrismo liminar es también responsable por las innumerables crisis ecológicas del presente. La hybris humana tiene una dimensión luciferiana que pasa fácilmente desapercibida en un contexto secularizado como el actual. Fragmentos de religiosidad pueden contribuir a moldear un comportamiento colectivo que sienta reverencia por todas las obras de la naturaleza -como lo quería San Francisco de Asís-, que fomente una tolerancia no competitiva y que ponga en práctica el principio de una bondad global. Se congeniaría así la percepción de la belleza del cosmos con el afecto por todas las criaturas, cumpliendo un postulado que es común a diversas confesiones. Por otra parte, la creencia en lo que trasciende nuestra limitada realidad parece ser necesaria para fundamentar la idea de lo bueno: sin Dios, señaló Max Horkheimer, es problemático el afirmar que el amor y la justicia sean mejores que el odio y la iniquidad.(49) Constituye una forma de vanidad el tratar de salvar sin Dios un sentido incondicional del universo. Toda acción virtuosa y benevolente pierde su aura sin la invocación de lo divino.

Lo tradicional en cuanto contrapeso a la tendencia de un uniformamiento universal

La civilización de la modernidad tiende a desdeñar el pasado como un mero antecedente, habitualmente embarazoso, del presente y del porvenir y a suponer que se puede construir un orden mejor y más racional mediante sistemas tecnológico-económicos que se rigen por la razón instrumental. También en América Latina se va difundiendo la concepción tecnicista de que se puede hacer tabula rasa con el pasado, con la heterogeneidad regional y étnica, con las peculiaridades históricas y culturales y con las tradiciones colectivas; ahora se considera posible y deseable la construcción del progreso social según las pautas de proyectos técnicamente factibles. Esta doctrina es popular tanto entre tecnócratas conservadores como entre socialistas radicales. La legitimidad de lo moderno estriba, como se sabe, en el éxito de los procesos tecnológicos y -en la llamada superación de la pobreza y el atraso, los que son equiparados sin más con lo tradicional. Karl Marx realizó un importante aporte a esta visión instrumentista de la historia contemporánea, visión simplificada y extremada por sus epígonos y escuelas sucesorias. El nunca ocultó su admiración por los jacobinos franceses, que habían despreciado todas las formas de organización social basadas en la variedad de lo que ha crecido orgánicamente en forma autónoma, original y libre de directivas emanadas de un centro estructurador.(50) Ya Aristóteles había criticado la utopía platónica por identificar ésta las relaciones socio-políticas con los vínculos simples y claros de la familia y el hogar, insistiendo en la necesidad de que en el plano de los asuntos públicopolíticos predominara la mayor diversidad posible (dentro del respeto a algunas reglas fundamentales de juego). Esta heterogeneidad de las relaciones humanas aseguraría la esfera de la libertad del individuo.Ya había criticado la utopía platónica por identificar ésta las relaciones socio-políticas con los vínculos simples y claros de la familia y el hogar, insistiendo en la necesidad de que en el plano de los asuntos públicopolíticos predominara la mayor diversidad posible (dentro del respeto a algunas reglas fundamentales de juego). Esta heterogeneidad de las relaciones humanas aseguraría la esfera de la libertad del individuo.(51)

Ya había criticado la utopía platónica por identificar ésta las relaciones socio-políticas con los vínculos simples y claros de la familia y el hogar, insistiendo en la necesidad de que en el plano de los asuntos públicopolíticos predominara la mayor diversidad posible (dentro del respeto a algunas reglas fundamentales de juego). Esta heterogeneidad de las relaciones humanas aseguraría la esfera de la libertad del individuo.

La variedad en las esferas política, institucional y cultural es el legado más importante y valioso del orden premoderno. La civilización industrial está trabada de modo indisoluble con la inclinación más enérgica en favor de lo centralizado, uniforme y normalizado; por ello el proceso modernizador ha significado el ocaso de las disparidades socio -culturales, la denigración de las diferencias étnico-regionales desplegadas a lo largo de siglos y el desprestigio de los valores normativos desarrollados orgánicamente. en el marco de este discurso se van dando evidentemente procesos de índole positiva: se han reducido discrepancias educacionales, se han abolido desigualdades jurídicas y se han diluido pautas irracionales de comportamiento, lo cual ha ocasionado una mayor justicia social y la base para un razonable progreso económico. Pero esta misma evolución tiende asimismo a desacreditar la idea de la heterogeneidad en cuanto elemento positivo de la humanidad y, por ende, a desdeñar toda imagen favorable a la pluralidad de modos de vida y de modelos evolutivos históricos. El peligro inherente es la monotonía en la estructuración de las sociedades a nivel mundial, la difusión universal de los cánones culturales de la actual clase media de los países ya altamente industrializados, la desaparición de la polifonía y la policromía entre los pueblos, la asimilación del campo a la ciudad, el equiparar las pequeñas poblaciones a las grandes urbes y el anhelo de igualar los estados periféricos a las naciones metropolitanas.

En comparación con el mundo de la modernidad, el orden tradicional exhibe una mayor diversidad de alternativas de organización política e institucional. La industrialización ha traído consigo, tanto en su variante capitalista como en sus modelos socialistas, la norma generalmente aceptada de que lo divergente es lo negativo; lo otro, lo heterogéneo y lo diferente adquiere ahora el tinte discriminatorio de lo anticuado, regresivo y anormal. Lo que no se adapta a estos parámetros es calificado de evolución deformada, insuficiente, anómala, irregular, deficitaria y raquítica. "Subdesarrollo" es, por ejemplo, un concepto definido ex negativo por el estado de cosas prevalecientes en una sociedad externa a la subdesarrollada, la cual acepta, sin embargo, las pautas normativas de aquélla como las únicas realmente válidas. Todo sistema social supone que su escala de valores posee una validez más o menos universal; las sociedades metropolitanas actuales han sido sumamente exitosas a este respecto, ya que sus padrones de orientación y desarrollo han sido adoptados sin muchas reticencias por el resto de la humanidad. Esto ha contribuido eficazmente a que todos los ordenamientos premodernos sean vistos hoy en día como sistemas inmersos en el estancamiento evolutivo o como anomalías que se han ido apartando del crecimiento cabal y correcto.

La homogenización del mundo y el creciente menosprecio por lo divergente puede conducir a un dominio absoluto e inescapable sobre hombres y recursos. El orden tradicional, con su pluralidad de fenómenos jerárquicos y valores de orientación, ha representado un obstáculo más o menos idóneo contra la administración centralizada de la vida social, contra el saqueo irrestricto de la naturaleza mediante la tecnología contemporánea y contra la manipulación discreta pero exhaustiva de los ciudadanos, convertidos ahora en súbditos contemporáneos de un poder absoluto, ciertamente más refinado, pero no menos absorbente que el despotismo oriental. Lo que ahora es considerado como el elemento retrógrado y retardador de la tradicionalidad, constituye también una traba no despreciable -aunque tampoco demasiado vigorosa- contra el surgimiento de regímenes- autoritarios de corte moderno(52) en América Latina, donde los programas modernizantes siguen gozando de un prestigio que aún no está mitigado efectivamente por una consciencia ecológica difundida, existe una opinión pública bastante favorable hacia gobiernos tecnocráticos con rasgos autoritarios: se supone que los planes y proyectos de desarrollo pueden ser implementados de manera más eficaz si no surgen limitaciones derivadas de procedimientos parlamentarios engorrosos, de autonomías regionales que reclaman sus derechos o de objeciones de grupos que se preocupan demasiado por el medio ambiente y si, por el contrario, se da una amplia "movilización" de hombres y recursos, canalizada de modo enérgico por un gobierno dinámico. No es extraño que este tipo de planteamientos este acompañado por la creencia de que la felicidad individual residiría en la facultad, aceptada gustosamente, de someterse a un Estado simultáneamente poderoso y opulento. La evolución de Europa Occidental desde por lo menos el siglo XVII puede ser interpretada como un gigantesco proceso de domesticación de los instintos, sujeción de las voluntades, subordinación de los anhelos y disciplinamiento de las ambiciones individuales en pro de objetivos sociales que se materializaron a largo plazo, como la industrialización, la consolidación del Estado nacional, la acumulación de capital y la urbanización en gran escala. Aspiraciones personales, proyectos de vida al margen de esa vasta corriente, fantasías extemporáneas y hasta sistemas filosóficos y teológicos fueron aniquilados por la tendencia, propia del racionalismo modernizante, a domeñar, amaestrar y subyugar todo lo espontáneo que habían conservado los mortales. Esta evolución, iniciada por la Reforma protestante, comenzó por borrar las diferencias entre lo sagrado y lo profano, pero esta primera gran nivelación reemplazó, como la describió Marx brillantemente, la servidumbre basada en la devoción por aquella fundamentada en la convicción, quebrantó la fe en la autoridad restaurando la autoridad de la fe, hizo superfluos a los clérigos porque transformó a los laicos en clérigos y emancipó al cuerpo de las cadenas exteriores porque instauró éstas en el corazón de cada hombre.(53) La abolición de la religiosidad exterior, de los ritos, las ceremonias y las jerarquías y del arte eclesiástico ha ocasionado que los mortales interioricen y respeten como propias las normas más severas de una sociedad supeditada desde entonces al principio de rendimiento.

España, Portugal y sus respectivos imperios coloniales se mantuvieron hasta fines del siglo XIX al margen de esa tendencia uniformante. La preservación, parcialmente hasta hoy, de individuos anárquicos, comportamientos anómicos, caprichos singulares, obstinaciones curiosas, inclinaciones anacrónicas, regionalismos exorbitantes, anomalías culturales e irregulares históricas, señala un grado afortunadamente menor de integración, normalización y centralización sociales. Estos factores del orden tradicional son muestras perdurables del apego a lo heterogéneo y de la afición a lo multiforme y variopinto, es decir a lo genuinamente humano. Después de todo, un sistema social donde todo estuviese dirigido de la manera más eficiente desde un centro conformado por los iluminados de la época, donde todas las acciones humanas se entrelazarían dentro de la lógica más racional y donde los deseos, las nostalgias y hasta los temores de todos los hombres se convirtiesen en transparentes, constituiría seguramente una utopía de la perfección, pero la vida en ella sería mortalmente tediosa y claramente totalitaria. Por contraste, el orden tradicional, con sus desigualdades, anacronismos, misterios y aspectos insólitos -con sus cosas aún por hacer, con sus tareas que proporcionan sentido limitado a los esfuerzos humanos- suministra un cierto obstáculo para la consecución práctica de los peligrosos frutos que pueden emanar del racionalismo, del marxismo y del psicoanálisis. Al señalar las consecuencias inherentes a los mejores productos de la modernidad, es oportuno referirse brevemente a los peligros asociados con la tradicionalidad en el campo socio-político. La censura al racionalismo puede engendrar el culto del irracionalismo, la arbitrariedad y el esoterismo; el ejercicio de la injusticia, la apología de las dictaduras, la defensa de los intereses particulares más innobles, la promoción del fundamentalismo religioso, la defensa de los dogmatismos de todo tipo y la práctica de las costumbres más groseras pueden efectivamente ser favorecidas por una actitud que reniega de la razón o que, por táctica ideológica, afirma que se distancia de los postulados de la Ilustración. Así como una institucionalización política precaria, tan frecuente en sociedades premodernas, puede abrir las puertas al despotismo, las doctrinas anticentralistas pueden dar paso al provincialismo más inicuo y al parroquialismo más torpe.

La filosofía y la ciencia nacieron también de la admiración ante la belleza del cosmos y de la sorpresa ante lo inaudito y lo insólito. La condición fundamental de todo saber es la pasión por cuestionar, descubrir y desvelar; la base del arte y la literatura es la irrupción de un entusiasmo por la verdad que emerge con el propósito vehemente de exhumar y revelar la esencia encubierta de las cosas. El vínculo entre pasión y verdad, el símbolo más noble de la existencia humana, y la capacidad de asombrarse ante el entorno de uno mismo, son fenómenos desechados por la modernidad en cuanto resabios sentimentales de una era superada por la historia El amor apasionado por la verdad y la belleza configura la porción más insigne de aquello que la sociedad premoderna nos ha legado. La conciliación entre razón y sensualidad y la victoria de Eros sobre la agresividad individual y colectiva pueden coadyuvar a humanizar la técnica, el consumo y la planificación y, por ende, a mitigar las rigurosidades de la civilización industrial.

Los valores de la órbita de la tradicionalidad pueden ser ciertamente calificados de anticuados: fidelidad en lugar de codicia, solidaridad en vez de competencia, generosidad en lugar de parsimonia, amistad en vez de egoísmo, hogar sin burocracia, felicidad libre de esfuerzo, bienestar sin megalomanía y la conservación del mundo en lugar de su modificación. Pero aún así parecen ser útiles para hacer más llevadera la existencia en las sociedades latinoamericanas del presente que se caracterizan por querer alcanzar indefectiblemente y en el lapso de tiempo más breve el grado de evolución histórica de las naciones metropolitanas del Norte, sin percatarse de que la vida en éstas no es tan satisfactoria como se supone fuera de ellas.

La filosofía latinoamericana como ontología crítica del presente

La filosofía latinoamericana como ontología crítica del presente

Temas y motivos para una "Crítica de la razón latinoamericana"

Cuando Horkheimer y Adorno publicaron La dialéctica de la ilustración en 1947, pocos imaginaban la influencia decisiva que ese libro tendría sobre la forma de teorizar el mundo en tiempos de globalización. Allí, los dos filósofos de Frankfurt enseñan que los procesos de racionalización proyectan una imagen de dominio y control sobre el mundo que, en virtud de su propia dinámica, terminan produciendo el efecto perverso de su autodestrucción. El incremento de racionalidad propugnado por la modernidad, antes que eliminar la incertidumbre, el temor y las contingencias, termina produciéndolas. Lo cual significa que el llamado "proyecto de la modernidad", en el proceso de intensificación de sus estructuras, termina por autosuprimirse, por carcomer sus propios fundamentos normativos. A espaldas de los actores sociales, esto es, indepedientemente de lo que estos quieran o no, la modernidad ha generado la mundialización de sus consecuencias no deseadas: el riesgo, la incognoscibilidad del mundo, la pérdida de seguridad ontológica, el retorno del mito, la individualización, el hedonismo. La desintegración del proyecto de la modernidad y el agotamiento de sus tecnologías de control sobre el mundo social no es imputable a enemigos exteriores al proyecto mismo. Pues no es por falta de un "desarrollo" social, económico, científico y político que las promesas de la modernidad no pudieron cumplirse, sino, todo lo contrario, por causa de ese mismo desarrollo.

Vivimos, al decir de Ulrich Beck, en una Risikogesellschaft, en una sociedad mundial del riesgo en donde han dejado de ser operativas las categorías propiamente "modernas" con que pensábamos el mundo. Cuando la modernidad era todavía un "proyecto", entonces era posible conceptualizar el mundo social de manera normativa, como si pudiéramos imponer sobre él nuestros imperativos taxonómicos de control, organización racional y previsión de las eventualidades. Pero la mundialización de la modernidad implica, paradógicamente, su cancelación como proyecto de control sobre la vida social y la aparición intempestiva de la contingencia como motor de la misma. No es la racionalidad teleológica sino los efectos colaterales e "impensados" de la modernidad los que se han convertido en motor de la política, la economía y la sociedad en tiempos de globalización. Lo cual exige, como lo muestra Beck, abandonar los códigos binarios con los que trabajaba la racionalidad moderna (esto o lo otro) para avanzar hacia un pensamiento de la hibridez, en donde sea posible conceptualizar la coexistencia de tiempos, espacios y situaciones aparentemente inconmensurables (esto y lo otro). Zigmunt Bauman habla en este sentido de un pensamiento de la ambivalencia, en el que se asume que la vida social contemporánea se encuentra atravesada por la plurivalencia, la dicotomía, el perspectivismo y la mezcla de elementos antitéticos que no se resuelven en una "síntesis".

En América Latina, han sido los Estudios Culturales quienes en la década de los noventa se han hecho eco del pensamiento de la hibridez y la ambivalencia. El desafío de pensar a Latinoamérica desde una visión no-normativista conduce a resultados que seguramente parecerán escandalosos a los puristas tanto de derechas como de izquierdas: la gran mayoría de la población en América Latina ha accedido a la modernidad, pero no de la mano de la educación o de los programas letrados e ideológicos de las vanguardias intelectuales, sino de las nuevas tecnologías de la información. A diferencia de lo acaecido en Europa, la consolidación de la modernidad cultural en América Latina no precede al cine, la radio y la televisión, sino que se debe precisamente a ellos. En este sentido cabe hablar de una "modernidad periférica" en donde se entremezclan diferentes tiempos y diferentes lógicas. La "no simultaneidad de lo simultáneo" (C. Rincón) que caracteriza a la modernidad en América Latina desafía, entonces, los marcos teóricos generados por el "proyecto de la modernidad", con su acento en la evolución social, la teleología histórica, el humanismo epistemológico, la armonía preestablecida y la racionalidad letrada. En el centro del análisis sociocultural aparecen ahora la fragmentación identitaria, la discontinuidad histórica, la heterogeneidad cultural, el consumo de bienes simbólicos y la proliferación de sentidos divergentes, es decir, todo aquello que el proyecto moderno había procurado domesticar y neutralizar.

Para el caso de la filosofía, y específicamente de aquella corriente que se ocupa de reflexionar sobre ese objeto resbaloso del saber llamado "Latinoamérica", se observa un desarrollo similar. Si en las décadas de los setenta y ochenta la filosofía latinoamericana se autorepresentaba como una especie de "conciencia crítica" de la emancipación (Salazar Bondy / Dussel), como axiología de los imaginarios utópicos (Cerutti / Hinkelammert), como "filosofía de la historia" tendiente a reconstruir racionalmente la memoria histórica (Zea / Roig), o bien como hermenéutica de una "identidad colectiva" nacida de la tierra y de la sangre (Kusch / Scannone), a partir de los noventa se empieza a delinear otro tipo de reflexión filosófica sobre "lo latinoamericano" que denominaré, siguiendo a Foucault, Ontología crítica del presente. Aquí, como en los Estudios Culturales, se expresa una posición anti-normativista frente al presente de las sociedades latinoamericanas y frente a las contingencias que lo constituyen. La aventura teórica es, en todo caso, parecida a la ya emprendida por Brunner, García Canclini, Martín-Barbero, Ortiz, Santos, Mignolo y otros muchos: plantear líneas de fuga frente el modelo monopolizador del pensamiento de la modernidad equivale a iniciar el safari por la terra incognita de ese presente que nos constituye como ciudadanos de la contemporaneidad.

Para mostrar en qué consiste este programa filosófico procederé de la siguiente forma: partiendo de la caracterización hecha por Michel Foucault distinguiré dos líneas de trabajo y las ejemplificaré con la obra de dos pensadores(as) latinoamericanos contemporáneos: el colombiano Roberto Salazar Ramos y la venezolana Beatriz González Stephan. Mi objetivo es mostrar de qué modo la "Ontología crítica del presente" ha resultado fructífera para una re-conceptualización filosófica de "lo latinoamericano" en tiempos de globalización.

 
1.       ¿Qué es una "Ontología crítica del presente"?

En el ensayo ¿Qué es la ilustración? de 1983, Michel Foucault describe su proyecto filosófico como una "Ontología del presente". Como bien lo ha mostrado Richard Bernstein, la reflexión que hace Foucault de su propia investigación filosófica, ligándola directamente al pensamiento de Kant, constituye, en realidad, una Apologia, una respuesta a las críticas que había venido recibiendo en el sentido de que su proyecto adolecía de "inconsistencias fundamentales", o bien carecía de algún status filosófico definido. Algunos años después, Jürgen Habermas recogería algunas de estas críticas al afirmar que el pensamiento de Foucault carece de reflexión sobre los "fundamentos normativos" de sus propios escritos, lo cual le conduciría a caer en "aporías metodológicas" que el filósofo alemán subsume bajo una fórmula concreta: la "autocontradicción performativa". Siguiendo, entonces, la lectura de Bernstein, lo que Foucault buscaría en su opúsculo es dar cuenta de objeciones como estas, mostrando que su proyecto debiera ser entendido como una teoría crítica de la sociedad, si bien desmarcándose del modo en que el "discurso filosófico de la modernidad" había venido definiendo lo que significan tanto "teoría" como "crítica".

¿En qué consiste, pues, el modelo de "crítica de la sociedad" esbozado por Foucault? En primer lugar, en el intento de ver el presente ya no bajo el aspecto de su validez universal y su racionalidad, sino, más bien, considerando su particularidad radical y su dependencia de factores históricos. En este sentido, lo que Foucault intenta es avanzar hacia una "historia del presente" que no parte ya de un modelo normativo de "Humanidad", es decir, de una idea particular (moderna) de lo que significa ser "Hombre", abstraída de las contingencias históricas que le dieron orígen. De lo que se trata, entonces, es de examinar el status ontológico del presente, destacando precisamente las contingencias históricas y las estrategias de poder que configuraron sus pretensiones humanistas de validez universal. Foucault reconoce aquí una nueva forma de acercarse filosóficamente al problema de la modernidad, en donde antes que des-cubrir la "verdad" de sus promesas inherentes (libertad, igualdad, fraternidad), lo que se busca es mostrar las tecnologías de dominio que coadyuvaron a su fabricación, así como las formas diversas en que tal verdad constituye nuestra subjetividad contemporánea.

A continuación distinguiré dos líneas de trabajo en esta agenda filosófica, para luego mostrar de qué manera esas líneas han sido desarrolladas en América Latina por los pensadores arriba mencionados. El programa de la "Ontología crítica del presente" conlleva, por lo menos, dos tareas diferentes:

a) Contemplar el presente como resultado de contingencias históricas, es decir, como una configuración intempestiva en la que se combinan diferentes prácticas sociales. En este contexto, la filosofía deberá interrogarse por el papel de la "verdad" en la legitimación de todas esas prácticas. Pues la verdad no funciona solamente en su dimensión metafísica y epistemológica, sino que se encuentra articulada por dispositivos sociales que la producen, la administran, la reparten, la encadenan a fines culturales y morales o la escenifican a través de rituales académicos. Pensar el riesgo y la contingencia como aprioris de la globalización implica, entonces, que el papel de la filosofía ya no es interrogarse por la verdad en sí misma, sino por la economía política de la verdad, por el modo en que aparecen y desaparecen las reglas que configuran sus discursos.

b) Si la "verdad es de este mundo", entonces la filosofía deberá interrogarse también por la red de instituciones que la modernidad genera para que los agentes sociales se "apropien" normativamente de ella. Pues la socialización del saber vino ligada a dispositivos tendientes a formar unos perfiles de subjetividad, un tipo específico de hombres y mujeres que pudiesen funcionar adecuadamente, según los objetivos definidos por el mismo "proyecto de la modernidad". Tales dispositivos de subjetivación encauzarán las conductas, modelarán los cuerpos, elevarán el rendimiento y templarán el animo de los ciudadanos. Pero al mismo tiempo, la reglamentación disciplinaria de lo que significa ser "buen ciudadano" establece claramente unas fronteras entre los que quedan "adentro" y los que quedan "afuera" de la modernidad.

2. Los regimenes de verdad sobre "lo latinoamericano"

Tomemos, pues, el primer punto de la agenda y veamos el modo en que la Ontología del presente ha sido puesta en juego para una crítica de la sociedad latinoamericana en tiempos de globalización. Es necesario comenzar diciendo que abordar el presente de las sociedades latinoamericanas como una configuración intempestiva es un programa bastante diferente al planteado en los años setenta por filósofos como Leopoldo Zea, para quien la historia de nuestro continente ha seguido una especie de "lógica" inmanente, que el mexicano caracteriza como la paulatina "toma de conciencia" de su propia humanidad. Para Zea, el presente de América Latina sería resultado de una serie de continuidades históricas suceptibles de ser reconstruidas mediante el pensamiento y, concretamente, por una "filosofía de la historia". La misión de esta filosofía sería, entonces, señalar el modo en que los latinoamericanos han venido tomando conciencia de su propia identidad cultural, de su propia especificidad en tanto que hombres.

Pero desde el punto de vista de la Ontología del presente, la investigación sobre la historia de las sociedades latinoamericanas adquiere un perfil bastante diferente. Pues aquí ya no se trata de descubrir el modo en que la "razón latinoamericana", expresada en la obra de sus mejores intelectuales, se ha "desplegado" históricamente, sino de mostrar cuáles han sido los mecanismos sociales de disciplinamiento que han producido tanto a esa razón como a esos intelectuales. Es decir, no se trata ya de delinear la "lógica" de una supuesta "razón latinoamericana", sino de poner de relieve cuáles han sido las tecnologías de control social que generaron el perfil psicológico de un intelectual que se siente compelido a desentrañar el misterio del "ser latinoamericano", y cuáles han sido los dispositivos de saber-poder desde los cuales se produjo discursivamente un objeto de conocimiento llamado "Latinoamérica". Antes que reflexionar sobre la historia de los discursos sobre la identidad latinoamericana, tomándolos como objetivaciones humanistas de la conciencia letrada, la Ontología del presente se propone escribir la historia discontínua de la producción de esos discursos, mostrando su anclaje en ciertos dispositivos de organización, selección, agenciamiento, jerarquización y legitimación del conocimiento. En tanto que investiga genealógicamente las condiciones de posibilidad de los discursos teóricos sobre Latinoamérica, la Ontología del presente se convierte así en una Crítica de la razón latinoamericana.

En su libro Posmodernidad y verdad, el filósofo colombiano Roberto Salazar Ramos reflexiona sobre la función social del conocimiento y, más exactamente, sobre los dispositivos a través de los cuales el conocimiento del mundo social se va convirtiendo en "naturaleza segunda". La vida social sería imposible sin un ordenamiento de la experiencia, sin un horizonte de sentido a partir del cual el mundo es esclarecido, tipificado y explicado. Lo cual significa que el sentido no depende de la actividad cognitiva del "sujeto", sino de una serie de códigos socialmente construídos y que cambian según el modo en que se configura o desconfigura el tejido de relaciones entre los actores sociales. El conocimiento no es, entonces, algo "natural" - aunque nuestra tendencia compulsiva a la seguridad ontológica y epistemológica nos lleve a creerlo así - sino algo histórico y que está sometido, por ello, a las transgresiones, los desequilibrios, los cambios y las mutaciones. Es desde un conjunto de normas y de relaciones sociales históricamente modeladas, y en las cuales todos entramos en juego, que resulta posible interpretar y dar sentido a nuestra experiencia cotidiana. Hablar, pensar, señalar, percibir y comprender no son actividades ancladas en una conciencia transparente, sino construcciones sociales, sedimentaciones colectivas que explotan y se resquebrajan con el tiempo. En palabras de Salazar Ramos: "La "razón de ser" de las cosas y de sus relaciones se fijan a través de un determinado sistema de ordenamiento, de una específica serie de organizaciones y de una cierta red que las entreteje y les configura su sentido y significación. Fuera de este sistema, las cosas y sus relaciones perderían sentido y significación".

La pregunta que se hace Salazar Ramos es, entonces, la siguiente: ¿cómo se ha construido un determinado orden de las palabras y las cosas a partir del cual hemos podido generar un saber sobre "lo propio" y lo "ajeno" en América Latina? Se trata, ciertamente, de una pregunta que provoca cierto escozor en algunos sectores de la intelectualidad latinoamericana. Nos habíamos acostumbrado a pensar en América Latina como el lugar de la utopía y el realismo mágico, como la sede de un proyecto autóctono y alternativo a la modernidad occidental, o bien como el espacio de las carencias y los enmascaramientos que han impedido alcanzar la "verdadera modernidad", esa que sí lograron Europa y los Estados Unidos. Pero la pregunta de Salazar Ramos no va dirigida hacia el "ser" de América Latina o hacia los "fundamentos normativos" de la modernidad, sino hacia el ordenamiento epistémico-social que ha posibilitado la construcción de objetos de conocimiento tales como "Latinoamérica", "Occidente, "Europa" y "Modernidad". La pregunta establece, entonces, una línea de fuga con respecto a la episteme desde la que unos y otros se habían venido planteando el problema: de ambos lados se persistía en cuestionar el acceso de América Latina a la Modernidad, sin reparar en que ambas categorías, "América Latina" y "Modernidad", no denotan absolutamente nada fuera del orden simbólico desde el que fueron construídas.

Precisamente aquí se ejemplifica la función crítica de una ontología del presente: la transparencia de un orden del saber, su invisibilidad y legitimidad, quedan desestabilizados en la medida en que se les interroga por la manera en que aparecieron históricamente y por los procedimientos jurídicos que los constituyen. De hecho, solo es posible observar e interrogar un orden del saber porque se han producido ya desplazamientos en la estructura misma de las relaciones sociales que lo sostienen. Es el presente de las sociedades latinoamericanas, marcado por la des(re)territorialización de lo local, el que ha resquebrajado todo ese sistema de seguridades ontológicas y epistemológicas desde el cual se articulaba la pregunta por el "ingreso" de América Latina en la modernidad occidental. El interrogante filosófico que nos impone el presente ya no es, entonces, ¿qué debemos hacer para entrar o salir de la modernidad?, sino: ¿desde qué tipo de prácticas hemos sido inventados como agentes colectivos (latinoamericanos, colombianos, mexicanos, brasileños, etc.) que "entran" o "salen" de algo llamado "la modernidad"?

Salazar Ramos sospecha que los metarelatos ensayísticos, filosóficos y sociológicos sobre la "identidad latinoamericana" en relación con la modernidad jugaron como claves para que los grupos y los individuos funcionaran y se reconocieran a sí mismos en sus prácticas sociales, en sus formas de percepción e interacción. Esas claves debían posibilitar un punto fijo de referencia, una memoria histórica, un sentimiento de pertenencia telúrica, una "identidad cultural" que sirvieran de soportes al gran proyecto que intentaron imponer las élites criollas desde el siglo XIX: la construcción de la nación. En tanto que "comunidades imaginadas" las nacionalidades latinoamericanas fueron producidas desde una serie de dispositivos sociales que organizaban las experiencias, los pensamientos y el aprendizaje, a fin de evitar las incertidumbres y asegurar el "progreso". Surge así el Latino-americanismo, el conjunto de saberes sobre "lo propio", como tecnología cognitiva para recomponer la realidad social. Como en el relato de García Márquez, el Latinoamericanismo cumple la misma función que tenían los naipes de Pilar Ternera o la máquina de la memoria de José Arcadio Buendía: establecer un orden de significaciones que asegurase la continuidad y regularidad de la historia, que reestableciese la correspondencia entre las palabras y las cosas. El proyecto decimonónico de la nación exigía la construcción de un mundo en el que todos sus gestores - políticos, militares, letrados - pudieran sentirse cómodos y seguros; un mundo en el que todos los signos tuvieran un referente, todas las palabras una significación y todas las acciones un fundamento. Los discursos teóricos sobre lo "nacional" y "lo latinoamericano" jugaron precisamente en consonancia con este propósito: transmitir a los ciudadanos la sensación de reconocerse a sí mismos en una ficticia "historia común" que sintetizaba las contradicciones de raza, genero, clase, edad y orientación sexual.
 
3. La formación disciplinaria del "sujeto nacional"

La ontología del presente opera ciertamente como una arqueología que desentierra las contingencias históricas sobre las que caminamos. Salazar Ramos se pregunta si el suelo de las actuales sociedades latinoamericanas está constituido por las mismas rocosidades, relieves, cimas, llanuras y paisajes que modelaron el habitat de la sociedad disciplinaria en el siglo XIX. La terca persistencia de ciertas políticas de la verdad sobre "lo nacional" o "lo latinoamericano" en algunas instituciones académicas o en el imaginario colectivo, pareciera indicar que todavía nos resistimos a asimilar la globalización como condición de nuestro presente. De nada sirve llorar y colocar flores en la tumba de proyectos históricos que, como el "autoctonismo" y la "modernidad", quedaron rebasados ya por los procesos de transnacionalización económica y cultural.

También la pensadora venezolana Beatriz González Stephan se ocupa de investigar cuáles son las capas arqueológicas que sostienen y configuran el presente de las sociedades latinoamericanas, para evitar la tentación de la fuga. Pero, a diferencia de Salazar Ramos, González Stephan no coloca el acento en la economía política de la verdad que genera discursos teóricos sobre "Latinoamérica", sino en los mecanismos de disciplinamiento que modelan un determinado tipo de "ciudadano nacional". Llegamos, entonces, al segundo punto de la agenda teórica para una Ontología del presente: examinar los dispositivos históricos de subjetivación que hicieron posible el modelado de unos cuerpos dóciles y útiles al proyecto decomonónico de la nación. La creación de las nacionalidades latinoamericanas suponía forjar los actores que sirvieran de base - de "sujetos" - para levantar el edificio de la sociedad moderna postindependentista. En este contexto jugaron un papel importante las prácticas disciplinarias, con sus técnicas de codificación de la conducta y de programación de la vida cotidiana.

González Stephan identifica tres prácticas disciplinarias que contribuyeron a forjar los ciudadanos latinoamericanos del siglo XIX: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua. Siguiendo al teórico uruguayo Angel Rama, Beatriz González constata que estas tecnologías de subjetivación poseen un denominador común: su legitimidad descansa en la escritura. Escribir era un ejercicio que, en el siglo XIX, respondía a la necesidad de ordenar e instaurar la lógica de la "civilización" y que anticipaba el sueño modernizador de las elites criollas. La palabra escrita construye leyes e identidades nacionales, diseña programas modernizadores, organiza la comprensión del mundo en términos de inclusiones y exclusiones. Por eso el proyecto fundacional de la nación se lleva a cabo mediante la implementación de instituciones legitimadas por la letra (escuelas, hospicios, talleres, cárceles) y de discursos hegemónicos (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene) que reglamentan la conducta de los actores sociales, establecen fronteras entre unos y otros y les transmiten la certeza de existir adentro o afuera de los límites definidos por esa legalidad escrituraria. "La escritura - escribe González Stephan - sería el ejercicio decisivo de la práctica civilizatoria sobre la cual descansaría el poder de la domesticación de la barbarie y la dulcificación de las costumbres; debajo de la letra (leyes, normas, libros, manuales, catecismos) se replegarán las pasiones, se contendrá la violencia".

La formación del ciudadano como "sujeto de derecho" solo es posible dentro del marco de la escritura disciplinaria y, en este caso, dentro del espacio de legalidad definido por la constitución. La función jurídico-política de las constituciones es, precisamente, inventar la ciudadanía, es decir, crear un campo de identidades homogéneas que hicieran viable el proyecto moderno de la gubernamentabilidad. La constitución venezolana de 1839 declara, por ejemplo, que solo pueden ser ciudadanos los varones casados, mayores de 25 años, que sepan leer y escribir, que sean dueños de propiedad raiz y que practiquen una profesión que genere rentas anuales no inferiores a 400 pesos. La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual. Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la "ciudad letrada", recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye.

Pero si la constitución define formalmente un tipo deseable de subjetividad moderna, la pedagogía es el gran artífice de su materialización. La escuela se convierte en un espacio de internamiento donde se forma ese tipo de sujeto que los "ideales regulativos" de la constitución estaban reclamando. Lo que se busca es introyectar una disciplina sobre la mente y el cuerpo que capacite a la persona para ser "util a la patria". El comportamiento del niño deberá ser reglamentado y vigilado, sometido a la adquisición de conocimientos, capacidades, hábitos, valores, modelos culturales y estilos de vida que le permitan asumir un rol "productivo" en la sociedad. Pero no es hacia la escuela como "institución de secuestro" que Beatriz González dirige sus reflexiones, sino hacia la función disciplinaria de ciertas tecnologías pedagógicas como los manuales de urbanidad, y en particular del muy famoso de Carreño publicado en 1854. El manual funciona dentro del campo de autoridad desplegado por el libro, con su intento de reglamentar la sujección de los instintos, el control sobre los movimientos del cuerpo, la domesticación de todo tipo de sensibilidad considerada como "bárbara". No se escribieron manuales para ser un buen campesino, buen indio, buen negro o buen gaucho, ya que todos estos tipos humanos eran vistos como pertenecientes al ámbito de la barbarie. Los manuales se escribieron para ser "buen ciudadano", para formar parte de la civitas, del espacio legal en donde habitan los sujetos epistemológicos, morales y estéticos que necesita la modernidad. Por eso, el manual de Carreño advierte que "sin la observacia de estas reglas, más o menos perfectas, según el grado de civilización de cada país [...] no habrá medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y el progreso de los pueblos y la existencia de toda sociedad bien ordenada".

Los manuales de urbanidad se converten en la nueva biblia que indicará al ciudadano cuál debe ser su comportamiento en las más diversas situaciones de la vida, pues de la obediencia fiel a tales normas dependerá su mayor o menor éxito en la civitas terrena, en el reino material de la civilización. La entrada en el banquete de la modernidad demandaba el cumplimiento de un recetario normativo que servía para distinguir a los miembros de la nueva clase urbana que empezaba a emerger en toda Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo XIX. Ese "nosotros" al que hace referencia el manual es, entonces, el ciudadano burgués, el mismo al que se dirigen las constituciones republicanas; el que sabe cómo hablar, comer, utilizar los cubiertos, sonarse las narices, tratar a los sirvientes, conducirse en sociedad. Es el sujeto que conoce perfectamente "el teatro de la etiqueta, la rigidez de la apariencia, la máscara de la contención". En este sentido, las observaciones de González Stephan coinciden con las de Max Weber y Norbert Elias, para quienes la constitución del sujeto moderno viene de la mano con la exigencia del autocontrol y la represión de los instintos, con el fin de hacer más visible la diferencia social. El "proceso de la civilización" arrastra consigo un crecimiento del umbral de la vergüenza, porque se hacía necesario distinguirse claramente de todos aquellos estamentos sociales que no pertenecían al ámbito de lo urbano, de la civitas que intelectuales latinoamericanos como Sarmiento venían identificando como paradigma de la modernidad. La "urbanidad" y la "educación cívica" jugaron, entonces, como taxonomías pedagógicas que separaban el frac de la ruana, la pulcritud de la suciedad, la capital de las provincias, la república de la colonia, la civilización de la barbarie.

En este proceso taxonómico jugaron también un papel fundamental las gramáticas de la lengua. González Stephan menciona en particular la Gramática de la Lengua Castellana destinada al uso de los americanos, publicada por Andrés Bello en 1847. El proyecto de construcción de la nación requería de la estabilización lingüística para una adecuada implementación de las leyes y para facilitar, además, las transacciones comerciales. Existe, pues, una relación directa entre lengua y ciudadanía, entre las gramáticas y los manuales de urbanidad: en todos estos casos, de lo que se trata es de crear al homo economicus, al sujeto patriarcal encargado de impulsar y llevar a cabo la modernización de la república. Desde la normatividad de la letra, las gramáticas buscan generar una cultura del "buen decir" con el fin de evitar "las prácticas viciosas del habla popular" y los barbarismos groseros de la plebe. Estamos, pues, frente a una práctica disciplinaria en donde se reflejan las contradicciones que terminarían por desgarrar al proyecto de la modernidad: establecer las condiciones para la "libertad" y el "orden" implicaba el sometimiento de los instintos, la supresión de la espontaneidad, el control sobre las diferencias. Para ser civilizados, para entrar a formar parte de la modernidad, para ser ciudadanos colombianos, brasileños o venezolanos, los individuos no solo debían comportarse correctamente y saber leer y escribir, sino también adecuar su lenguaje a una serie de normas. El sometimiento al orden y a la norma conduce al individuo a sustituir el flujo heterogéneo y espontáneo de lo vital por la adopción de un continuum arbitrariamente constituido desde la letra.

Examinar el modo en que se instauraron en nuestro medio los mecanismos de "seguridad ontológica" propios de la modernidad: tal es el propósito de una Ontología del presente como la ejemplificada por Roberto Salazar Ramos y Beatriz González Stephan. Ambos han mostrado que los proyectos de modernización de las sociedades latinoamericanas durante los siglos XIX y XX conllevaban una serie de dispositivos tendientes al control racional de la vida humana. Sin el control social de las contingencias, sin el sometimiento del cuerpo y la mente a la disciplina del trabajo y la educación de las costumbres, resultaría imposible alcanzar el desarrollo, la prosperidad, la humanización y el progreso, que parecían tan evidentes en las sociedades industrializadas. Al igual que en Europa, el proyecto de la modernidad en Latinoamérica estuvo directamente ligado a la construcción jurídico-política de los estados nacionales. Tanto aquí como allá, la modernidad era un "proyecto" porque el control racional sobre las contingencias debía ser ejercido desde una instancia central, que es precisamente el Estado-nación.

Pero este tipo de crítica deconstructiva no es un simple ejercicio historiográfico. Se trata, mas bien, de un intento por responder a la pregunta: ¿quiénes somos los latinoamericanos hoy en día, en tiempos de la globalización? Si Salazar Ramos y González Stephan dirigen su mirada hacia las capas arqueológicas del siglo XIX es porque saben que los dispositivos propiamente modernos de control social han quedado desbordados por su propia dinámica, dando lugar a ese fenómeno que llamamos la "globalización". Si el proyecto de la modernidad demandaba la formación de estructuras que los actores sociales reproducen, la globalización abre los barrotes de la "jaula de hierro" y proyecta la imagen de estructuras que los actores mismos transforman. La dialéctica moderna entre sujeto y estructura pierde pujanza, empieza a "debilitarse" - como diría Vattimo -, de tal modo que las estructuras pasan a ser objeto de los procesos de acción y cambio social. Y esto por una razón simple: la globalización no es una estructura homogénea ni tampoco un "proyecto", sino el resultado intempestivo de la crisis de la modernidad como proyecto de estructuración de los sujetos sociales. La modernidad deja de ser operativa como "proyecto" cuando la vida política, social y cultural de los hombres se desancla del Estado-nación y empieza a quedar configurada por instancias transnacionales. Ocurre así una dispersión o mundialización de todos aquellos elementos que anteriormente habían hecho de la modernidad un "proyecto" estatalmente coordinado. Asistimos, entonces, al tránsito del proyecto racional de la modernidad hacia el desorden global de la modernidad-mundo, con todos sus riesgos y posibilidades. Dar cuenta de estos riesgos y de estas posibilidades, pensar en los intersticios abiertos por la crisis del proyecto moderno, tal es la tarea de una Ontología crítica del presente.

Santiago Castro Gómez

http://www.javeriana.edu.co/pensar/Disens41.html